1/23/2012

Violencia: cosecha trágica




Editorial La Jornada
La organización Human Rights Watch (HRW) afirmó ayer, al difundir su informe anual sobre derechos humanos desde El Cairo, Egipto, que la violencia en nuestro país ha aumentado horrorosamente tras el inicio de la cruzada gubernamental contra el crimen organizado; que los esfuerzos de la administración del presidente Felipe Calderón condujeron a un significativo aumento en las muertes, torturas y otros abusos de las fuerzas de seguridad, y que existe una impunidad absoluta en México para los militares involucrados en atropellos contra la población, los cuales casi nunca son llevados ante la justicia. En contraste, de acuerdo con la referida organización, el Estado mexicano ha carecido de capacidad para proteger a periodistas, migrantes indocumentados, activistas de derechos humanos y otros grupos vulnerables atrapados entre la violencia de los grupos delictivos y la practicada por las propias fuerzas de seguridad.

Las observaciones comentadas confirman, en forma por demás desoladora, las advertencias lanzadas hace más de cinco años por distintos sectores de la sociedad organizada, la clase política y la academia: el combate a la delincuencia mediante la violencia oficial y la militarización de la vida pública no sólo no garantiza el éxito, sino alienta peligrosamente la configuración de circunstancias de pesadilla como las que hoy, por desgracia, vive el país.

Sin embargo, ante la evidencia creciente de que la política de seguridad es, en su actual configuración, un fracaso, el discurso oficial se muestra cada vez más ajeno a la realidad y más extraviado en sus propios laberintos: hace unos días Felipe Calderón llamó a poner en perspectiva la violencia que se desarrolla en el país y pidió contrastarla con las tasas de homicidios de naciones de Centro y Sudamérica, como si las muertes pudieran reducirse a meros indicadores estadísticos. El titular de la Secretaría de Gobernación, Alejandro Poiré, ha venido insistiendo en que México no está en guerra, pues no se configura ninguno de los supuestos que derechos internacionales establecen para considerar un conflicto armado, acaso sin recordar que el primero en emplear ese concepto para referirse a la confrontación entre las autoridades y los cárteles de la droga fue, precisamente, el titular del Ejecutivo federal.

A estas alturas, resulta estéril entrar en la discusión de si lo que hay en el país es o no una guerra, y si los niveles de violencia en México son mayores o menores a los de otras naciones. Lo que nadie parece poner en duda, fuera de los responsables de la conducción política del país, es que la estrategia calderonista de seguridad pública y combate al narcotráfico no ha logrado acercarse a sus objetivos en materia de reducción del consumo de drogas ni de desmantelamiento de los cárteles del narcotráfico; en cambio, ha multiplicado la violencia y las violaciones a los derechos humanos por parte de las corporaciones policiales de todos los niveles y de las fuerzas armadas, y ha colocado a esas instituciones –que formalmente deben garantizar la vigencia del Estado de derecho– como factores principales del quebranto de la legalidad.

Con estos elementos de juicio resulta arduo sostener que en el actual gobierno se esté sembrando la semilla de un México seguro –como sostiene la propaganda oficial–, cuando la falta de una política de seguridad pública sensata y el incumplimiento de las responsabilidades más fundamentales del Estado se ha traducido, más bien, en una cosecha trágica y en la configuración de una de las etapas más inciertas, sombrías y desesperanzadoras de la historia nacional.

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