Editorial La Jornada.
Por principio de cuentas, no sería prudente soslayar los aspectos oscuros del recurso por el cual se busca responsabilizar legalmente a Zedillo –su responsabilidad política y moral es ya un dato histórico– por la masacre de Acteal. Como señaló en entrevista con este diario (La Jornada, 9/1/2012) el obispo Raúl Vera, quien en los años de la tragedia se desempeñaba como coadjutor de la diócesis de San Cristóbal de las Casas y conoció de cerca, por ello, las circunstancias de la matanza, la demanda no fue interpuesta por la mesa directiva de Las Abejas –organización a la que pertenecían las víctimas–, sino sólo por un grupo de 10 personas. El religioso agregó que el hecho de que se trate de una denuncia civil, no penal, hace pensar a otro sector de los sobrevivientes que se está negociando con la sangre de nuestros muertos
, toda vez que no se pretende castigar presuntas culpabilidades, sino obtener una compensación económica. Tales elementos hacen sospechar al obispo de Saltillo que la acción judicial contra Zedillo sería producto de un enjuague
entre ex presidentes dentro del Partido Revolucionario Institucional, en el contexto de una disputa por posiciones ante las próximas elecciones federales.
Sin desconocer tales circunstancias, debe decirse que hasta ahora no se ha hecho justicia plena por los sucesos de Acteal. En los días y meses posteriores a la matanza, un centenar de personas fueron inicialmente encarceladas por su participación material en los hechos, entre ellas ocho oficiales de seguridad pública que fueron puestos en libertad tres años más tarde. Luego, en agosto de 2009, en una decisión polémica e impugnada, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ordenó la liberación inmediata de otros 20 sentenciados.
Sin embargo, ninguno de los políticos en altos cargos, responsables de garantizar la vida de los pobladores de Acteal, fue sometido a proceso: ni Zedillo, ni su entonces secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet; ni Julio César Ruiz Ferro, a la sazón gobernador de Chiapas; ni sus secretario y subsecretario de Gobierno, Homero Tovilla y Uriel Jarquín, ni el ex procurador Jorge Madrazo Cuéllar –a quien se señala por haber encubierto responsabilidades y fabricado pruebas–, ni los mandos militares a cargo de la zona.
El crimen en el poblado tzotzil, cabe recordar, ocurrió en un contexto marcado por la promoción de grupos paramilitares antizapatistas hecho por el gobierno federal, y por la traición de Zedillo al Ejército Zapatista de Liberación Nacional y a la Comisión de Concordia y Pacificación del Congreso de la Unión, toda vez que desconoció los acuerdos de paz signados en San Andrés Larráinzar en febrero de 1996 y saboteó la iniciativa de reformas constitucionales elaborada, sobre la base de los acuerdos mencionados, por la comisión legislativa.
Con todo y los vicios de origen que pudiera tener, la demanda presentada en Hartford contra Zedillo podría despejar las dudas y ratificar o desechar los señalamientos por crímenes de lesa humanidad que desde 1997 persiguen al ex mandatario y a varios de sus colaboradores. El empecinamiento del propio Zedillo por evitar, con un alegato de presunta inmunidad, el proceso correspondiente, refuerza las sospechas de su participación en la matanza.
A más de 14 años de la atrocidad, las presuntas responsabilidades penales de los ex funcionarios referidos y de otros siguen sin ser aclaradas, y a la fecha no hay en México las condiciones para tal esclarecimiento: el pacto implícito de impunidades y complicidades que recorre los sexenios –sin importar que se trate de gobiernos priístas o panistas– ha impedido la impartición de justicia en casos tan añejos como la masacre del 2 de octubre de 1968, la guerra sucia emprendida por los gobiernos de Luis Echeverría y José López Portillo (1970-1982) y los centenares de asesinatos políticos perpetrados durante el régimen de Carlos Salinas (1988-1994).
La administración calderonista hace un triste y lamentable papel con su petición a las autoridades judiciales de Estados Unidos de que reconozcan una inmunidad presidencial a todas luces improcedente –pues terminó, en todo caso, el 30 de noviembre de 2000– y comprueba, con ello, su pertenencia a ese vergonzoso acuerdo histórico de impunidad.
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