Ricardo Rocha
Algunas personas y hasta amigos queridos me reclamaron que comparase lo ocurrido en la autopista del Sol con aquella masacre para mí tan significativa: “sólo fueron dos y no 16 los muertos y además no estuvo tan escandaloso”.
Hoy, las conclusiones del informe preliminar de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos son contundentes: para acallar una protesta de 250 estudiantes se empleó una fuerza desproporcionada –y desorganizada– de 165 elementos federales, estatales y municipales, de los cuales 67 portaban armas de fuego, largas en su mayoría; se procedió a una represión anárquica con violación multitudinaria a las garantías constitucionales sin el menor acatamiento a los protocolos internacionales para contrarrestar y someter a los jóvenes normalistas desarmados; durante más de 20 minutos –y el último video con sonido así lo corrobora– se disparó indiscriminadamente contra los manifestantes, lo que derivó en dos ejecuciones extrajudiciales y cuatro heridos; se intentó la fabricación de delitos y se practicaron torturas a estudiantes como Gerardo Torre, a quien se quiso obligar que confesara portar un rifle AK-47 con la finalidad de desacreditar a todo el movimiento; también se practicaron tratos agresivos y degradantes a los 24 detenidos y se negó atención médica a los lesionados. Luego de reconocer las dificultades para determinar –con absoluta precisión– el origen de los disparos, la CNDH concluye, sin embargo, “con un altísimo grado de certeza”, que todo indica que los elementos de la Policía Federal fueron los primeros en llegar al lugar del bloqueo y sólo dispararon al aire. Y establece que, por la ubicación, dirección e impacto de los disparos criminales, hechos por agentes que llegaron después.
En pocas palabras, la CNDH está desnudando el caso Ayotzinapa. Por lo pronto demuestra que aquí todos han mentido: los gobiernos de Guerrero y Chilpancingo, asegurando que ese 12 de diciembre todos sus agentes iban desarmados; por omisión el Gobierno federal, que no ha abierto ninguna investigación para deslindar la participación de los agentes de la Policía Federal a cargo de la Secretaría de Seguridad Pública; los gobiernos federal y estatal, echándose mutuamente la pelotita. Por cierto, insisten algunas voces en hacer lo que siempre han hecho: criminalizar a las víctimas. Así, se “indignan” porque se pide castigo para quienes dispararon y no se demanda igual rigor contra quienes perpetraron la aborrecible atrocidad de bloquear una carretera.
Llegan incluso a la exigencia de cerrar cuanto antes Ayotzinapa porque es un nido de insurrectos como Genaro Vázquez Rojas y Lucio Cabañas. Y exhiben, por supuesto, un monumental analfabetismo crónico que ignora la importancia histórica y social de las normales rurales desde que fueron fundadas por Lázaro Cárdenas antes de la mitad del siglo pasado; que sus maestros han realizado una formidable labor educativa las más de las veces en las peores condiciones de trabajo. Desconocen, pues, que las insurrecciones en Guerrero no se producen por la existencia de Ayotzinapa, sino por las ancestrales condiciones de marginación, miseria y abusos caciquiles de las castas de explotadores que han detentado el poder político y económico durante décadas de ignominia.
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