Riñas, motines y fugas se extienden por las cárceles del país en una pauta incontrolable y dejan al descubierto la pérdida de dominio gubernamental en un ámbito crucial para la aplicación del estado de derecho como es el penitenciario, y las redes de corrupción recorren los distintos niveles de la administración pública hasta culminar en el que debiera ser el eslabón más fuerte del poder público y que termina siendo, paradójicamente, el más débil.
Un factor desencadenante de masacres como la ocurrida ayer es la venalidad en las cadenas de mando, las cuales permiten, alientan y promueven la ruptura de la disciplina carcelaria, la circulación de armas y drogas en las prisiones, así como la explotación laboral, comercial y sexual de los internos. Como se señaló en este mismo espacio el pasado 16 de febrero, en relación con el incendio de la granja carcelaria de Comayagua, Honduras, en el que murieron más de 350 presos, los penales –y la consideración vale para México y para toda América Latina– se han vuelto espacios de atropello, linchamiento y lucro con la miseria humana, en los que todo derecho y todo servicio quedan condicionados al pago de cuotas, ya sea para las autoridades penales formales, para las mafias que suelen detentar el control real o para ambas.
A ello debe agregarse la paulatina claudicación en la defensa del sistema penal mexicano. Si éste fue construido sobre el paradigma de la rehabilitación, ha ido sucumbiendo ante actitudes de revancha social y desprecio a los derechos de los delincuentes y presuntos delincuentes, actitudes que encuentran asideros en el discurso oficial corriente, promotor de la confrontación violenta de la delincuencia.
Autoridades y diversos sectores sociales llegan, de esta forma, a un consenso implícito que parte de la desensibilización social hacia los presos, en tanto seres humanos, y acaba por aceptar como lógicas y naturales, si no es que deseables, las condiciones infernales de hacinamiento, insalubridad, mala alimentación y, en general, despojo de la dignidad que se abaten sobre los internos en los centros de reclusión.
De esta manera, los reclusos –tanto los jurídicamente culpables como quienes están sujetos a proceso– acaban por ser el sector más desprotegido de las sociedades, incluso por debajo de minorías étnicas, religiosas, sexuales y culturales.
En suma, la trágica situación de los penales pone de manifiesto, con crudeza y nitidez particulares, el avance de la barbarie que ha significado la estrategia de seguridad pública, consistente en desconocer los diversos factores que inciden en el auge delictivo y centrarse en un combate meramente policial, militar y judicial de la criminalidad.
Desde luego, la persecución de quienes violan las leyes es una obligación indeclinable de las instancias de gobierno en todos sus niveles, pero esa obligación no justifica el simplismo de la actual administración federal, para la cual la estrategia de seguridad se ha reducido a encarcelar o matar a los presuntos delincuentes o, incluso, permitir que se maten entre ellos
, como ha venido manejando la autoridad federal actual para justificar el elevadísimo número de bajas fatales registrado en el último lustro.
Es tiempo de cambiar ese lineamiento contraproducente y desestabilizador y optar por un modelo de seguridad con más empleos, escuelas, hospitales y ciudadanos vivos y satisfechos, y con menos cuarteles, cárceles, presos y muertos.
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