Porfirio Muñoz Ledo
He hablado durante todos estos años con los jóvenes universitarios que hoy han estallado en el movimiento de los indignados mexicanos. Sus interrogantes han sido ilimitadas y mi propósito explicarles el contexto histórico y los incidentes que engendraron la tragedia nacional en que nos hallamos sumergidos. Las causas concatenadas de nuestras desgracias colectivas durante una generación.
Muchos de ellos no habían nacido cuando la decadencia comenzó. No participaron en ninguna de las etapas ni luchas del pasado reciente pero lo padecen. Reaccionan frente a una realidad empírica y definen con certeza la coyuntura. Las redes operan como condensadores históricos. Su rechazo se concentra en el predominio de los poderes fácticos —en particular la televisión— sobre los procesos políticos y por ende sobre el futuro de la nación.
Son la síntesis y la desembocadura de un cuarto de siglo. Recuerdan la espontaneidad de las concentraciones multitudinarias de 1988 y la confluencia en las plazas de organizaciones sociales de toda índole. Sobre todo la toma irreversible de los espacios públicos por la gente. Se asemejan a las oleadas sociales que protestaron contra el desafuero y se emparentan con los movimientos por la paz y contra la inseguridad. Pero les confiere una tónica desbordante la vibración juvenil y su independencia de los agentes políticos.
El espíritu y la forma de las movilizaciones llegaron para quedarse. Cualquiera que sea el resultado de esta contienda habrá que poner en marcha cambios radiales en las relaciones políticas y modalidades efectivas de democracia participativa. Hay que desterrar desde hora cualquier tentación represiva y entender que el #Yosoy132 es portador de una agenda inevitable que comienza por la democratización de los medios de comunicación.
Su incidencia en el proceso electoral será definitiva. Están en los hechos construyendo un IFE paralelo: una suerte de notariado social simultáneo y con testimonio fotográfico de los comicios que arrojará su propia verdad y la hará saber al mundo. La transparencia de los procesos y la imparcialidad de las autoridades tendrán que alcanzar muy altos niveles a fin de evitar profundos malestares sociales. De poco serviría que partidos y candidatos reconocieran resultados dudosos si el movimiento de la calle actuara en sentido contrario.
Ha sorprendido por ello la cerrazón de las autoridades electorales a las demandas de los jóvenes y parece indispensable el establecimiento de criterios comunes para valorar el desarrollo de los comicios. Las denuncias formuladas por la prensa nacional e internacional debieran ser investigadas con rigor, a fin de no convalidar violaciones anteriores a la jornada electoral que son causa legal de nulidad del proceso. Apartarnos drásticamente del escenario del 2006.
El movimiento se ha convertido en actor ineludible de las elecciones. Sin embargo es evidente que marchan por pistas separadas y hasta divergentes el estado de la conciencia pública encarnado por los jóvenes, cuyas preferencias y rechazos son cada vez más claros y los aparatos de la publicidad, la encuestología y las campañas tradicionales, impermeables al clamor popular. El debate mismo de ayer pareció desplegarse en un vacío social. La más notoria laguna fue la ausencia de interlocución de los candidatos con los jóvenes.
Si de serenar al país se trata, como lo ha propuesto López Obrador, será indispensable incorporar desde ahora las demandas de la sociedad, cuya presencia pública será creciente en las semanas que vienen. Si la reconstrucción de los pactos políticos fuese el objetivo postelectoral, éste requeriría una amplia aceptación social sobre los resultados y la legalidad de los procesos.
Ningún proyecto válido podrá edificarse sin la recuperación de la legitimidad extraviada hace seis años. Sólo a partir de ella podrían encararse los enormes retos del país. Urge una agenda mínima de acuerdos políticos y reformas institucionales que involucren a todos los actores. Esta debiera erigirse en la columna vertebral de la protesta.
Dipuado federald el PT
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