Ricardo Raphael
A Santiago
Este
fin de semana fui a ver Colosio, un largometraje que por más de una
razón no pasará inadvertido. En mi caso, el filme tuvo un efecto fuerte a
propósito de la conciencia que hasta ahora tengo sobre la generación a
la que pertenezco.
Acaso,
de todos los episodios de orden público que a mis contemporáneos y a mí
nos han tocado presenciar, el asesinato de Luis Donaldo Colosio ha sido
el que mayor dolor fijó en las memorias.
Nací
en 1968 (año de suyo cabalístico); poco antes de cumplir los 18 un
terremoto removió la naturaleza de mi ciudad; voté por primera vez en
1988, cuando las elecciones en mi país comenzaron a importar; todavía
con 25 surgió en el sureste mexicano una revolución que hablaba de la
diversidad de nuestras identidades; sólo dos meses después vino el
magnicidio del candidato y a esa generación se nos acabó de golpe la
confianza en nuestra juventud y un poco también, nuestra fe en el
futuro.
Con
todo, pasadita la treintena experimentamos la entrada al nuevo siglo y
el arribo a la Presidencia de la República de un partido y un jefe del
Estado distintos a los que nuestros padres y nosotros mismos habíamos
asumido como inamovibles.
Tales
estaciones de la historia, cada una, despiertan significados
importantes; sin embargo, insisto, la más estremecedora ocurrió en marzo
de 1994. Aquel tiro en la cabeza de un solo hombre nos anunció, en la
colonia Lomas Taurinas de Tijuana, que el país había dejado de ser una
comunidad pacífica. Cuando un asesino o una complejísima conspiración
—poco importa a estas alturas— fueron capaces de eliminar al futuro
presidente, los demás nos convertimos en cayucos a la deriva dentro de
un afluente violento.
El
filme Colosio, producido por Martha Sosa y dirigido por Carlos Bolado,
ambos contemporáneos, me trajo de golpe una cascada de sensaciones que
la memoria tenía bien sedadas entre piel y músculos.
Poco
importa si el argumento policiaco se sostiene o si la precisión
histórica de esta ficción cumple con la ortodoxia; lo cierto es que,
gracias a Colosio, en la pantalla del cine se volvieron a dar cita
cuanto de miedo y especulación compartimos muchos durante aquella
primavera del 94: la desconfianza absoluta hacia el poder y la política,
la derrota inevitable de la gente bien intencionada, la fragilidad de
la verdad, la abrumadora corrupción, la frivolidad de una gruesa mayoría
y la terrible indefensión del individuo cuando la maquinaria de los
intereses más mezquinos decide echarse en su contra.
Miro
en retrospectiva y me pregunto por qué mis contemporáneos y yo no
salimos a tomar entonces las calles. ¿Por qué no hicimos música en las
plazas y brincamos en las esquinas con la tranquilidad que hoy los
jóvenes tienen de que, al caer, ahí estará el suelo para sostenerles?
¿Por
qué mi generación no hizo frente contra los actos corruptos y los
políticos torcidos? Peor, ¿por qué muchos de sus integrantes se
dedicaron a perpetuar los actos corruptos y se hicieron políticos
torcidos? Debo decir que la mejor cepa de ese “nosotros” prefirió hacer
cine, música o novelas, quizá porque pronto intuyó que el oficio de la
política, en los primeros años de la transición, sería aún más oscuro y
pantanoso de lo que nos había tocado observar.
Es
aquí donde debo aclarar que, por la coincidencia de la edad, mis
contemporáneos resultaron ser los padres de quienes hoy integran
mayoritariamente el movimiento #Yosoy132. En casa muchos de estos
jóvenes han tenido que soportar conversaciones sobre nuestra épica
frustrada, sobre la expectativa inacabada, sobre las ganas y la
precariedad de las consecuencias; han tenido que atender el enojo con
nuestra ingenuidad por haber creído que para cambiar al país bastaba con
sacar al PRI de Los Pinos y meter en su lugar a un Quetzalcóatl
diferente.
Me
repito una y otra vez que no es mi narrativa, abundante en expectativas
truncadas, la que debo colocar sobre el lienzo que apenas comienzan a
pintar las hijas y los hijos; apelo en consecuencia por la humildad
personal que se necesita a la hora de admirar y apoyar a este movimiento
mientras asumo que por edad y experiencia vital #YoNosoy132.
Con
todo, ruego porque el movimiento no cometa el error de quienes les
antecedieron: el país no cambiará porque una persona llegue (o no
llegue) a Los Pinos, ni tampoco el destino se nos resolverá en lo que
dura una sola jornada electoral.
Si
trascienden el primero de julio, lo que hoy ellos podrían estar
poniendo en juego —parafraseando a la Garro— son los primeros recuerdos
alentadores del porvenir.
Analista político
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