Editorial La Jornada
Ayer, en la sede del Instituto Federal Electoral, los cuatro aspirantes a la Presidencia de la República suscribieron un
pacto de civilidadconvocado por el consejero presidente de ese órgano, Leonardo Valdés Zurita, en el que se comprometieron a aceptar el resultado de la elección federal del domingo próximo,
sea cual sea; a renunciar, durante la jornada comicial, a toda forma de violencia y de coacción del voto, y a acatar los fallos de las autoridades correspondientes.
A estos hechos, indicativos de la suciedad que afecta al proceso electoral en curso, deben sumarse los flagrantes derroches en propaganda –que presumiblemente excedieron los topes de campaña de 330 millones de pesos– no investigados ni sancionados hasta ahora, así como la repetición de las campañas de desprestigio, descalificación y hasta difamación de los adversarios, las cuales quedaron prohibidas por la reforma electoral de 2007.
En tal circunstancia, el
pacto de civilidadque se firmó ayer en el IFE corre el riesgo de quedar en un mero acto de simulación, bajo el cual prosiga la realización de acciones ilícitas de inducción o compra del voto, manoseos ilegales del material electoral y operativos de sufragio corporativo, prohibidos por la ley, como el que lleva a cabo la dirigencia del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación en favor de Peña Nieto, documentado en estas páginas hace unos días.
Para que la elección del próximo domingo sea en efecto legal y
pulcra, no bastan las promesas de los participantes; se requiere, en
cambio, de voluntad política real de las fuerzas contendientes y de los
poderes fácticos –especialmente los mediáticos y empresariales– para
ceñirse estrictamente a las disposiciones legales y para permitir la
libre emisión de la voluntad ciudadana en las urnas.
Es también necesario que las instituciones electorales se comporten
como no pudieron o no quisieron hacerlo en los desaseados comicios de
2006, es decir, como árbitros y jueces electorales coherentes, firmes e
imparciales, más allá de toda duda.
En este sentido, resulta lamentable la reunión sostenida el pasado
miércoles entre el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón
Hinojosa, y el propio Valdés Zurita: aunque fue formalmente anunciada
como un acto protocolario para garantizar la certeza y la seguridad en
la jornada comicial, en la circunstancia actual un encuentro semejante
–innecesario e improcedente, por cuanto el IFE es una institución
autónoma, con facultad y obligación de operar en forma plenamente
independiente– alimenta los rumores y susceptibilidades en torno a
tratos inconfesables entre los participantes o injerencias indebidas del
poder presidencial en los comicios. Está fresco aún el recuerdo del
ilegítimo sometimiento que protagonizó el antecesor de Zurita, Luis
Carlos Ugalde, ante el entonces presidente Vicente Fox en las turbias
elecciones de hace seis años.
Si partidos e instituciones electorales no corrigen su desempeño
estarán condenando al país a un nuevo conflicto poselectoral de
consecuencias impredecibles y, en el menos peor de los casos, a la
conformación de un segundo gobierno carente de legitimidad, como el que
está a punto de concluir.
En suma, a unas cuantas horas de la realización de los comicios, el
conjunto de los involucrados debe comprender que en el actual proceso
están operando en los límites de credibilidad de los procesos
democráticos. De persistir en las prácticas tradicionales de distorsión
de la voluntad popular y opacidad, terminarán por agotar tal
credibilidad y harán, con ello, un gravísimo daño al desarrollo político
del país, a la ciudadanía, a la institucionalidad republicana y a sí
mismos.
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