Miguel Carbonell /
¿Qué pasará por la cabeza de millones de ciudadanos durante la jornada electoral del próximo domingo?, ¿a través de qué vericuetos personales, sociales, familiares y mediáticos llegarán a decidir su voto?, ¿cómo es que tomarán la decisión de votar por uno u otro partido, por uno u otro candidato?
Como quiera que sea, el momento decisivo ha llegado. Luego de la imparable lluvia de spots, de la sucesión de mítines, de la reiteración de promesas y compromisos, de los dardos envenenados de un lado hacia el otro y viceversa, finalmente los ciudadanos tendremos que emitir el veredicto final.
Para muchos no será fácil, debido en buena medida al desencanto que la política genera entre una parte de la ciudadanía, que no se ve representada por ninguno de los partidos. No serán pocos los que definan su voto por descarte, eliminando a las opciones que generan más desconfianza o son menos creíbles, hasta quedarse con la más aceptable o la menos peor. No es algo que sea extraño a la experiencia democrática de América Latina: la desilusión cívica hacia los partidos y candidatos es un fenómeno presente a todo lo largo del subcontinente.
Aunque seguramente hay muchas causas para sentir frustración frente al proceso electoral que tendrá su momento cumbre el próximo domingo, lo cierto es que salvo una sorpresa de último minuto, hay que reconocer que se desarrolló en términos generales conforme a lo que cabía esperar. Puede parecer algo sencillo, pero si tomamos en cuenta los grandes factores de riesgo que flotaron en el ambiente, veremos lo mucho que hemos ganado simplemente gracias a la ausencia de malas noticias.
¿Qué habría pasado si el crimen organizado hubiera lanzado una ofensiva contra algunos candidatos o partidos? La posibilidad de que hubieran soltado una granada en medio de un mitin multitudinario o que hubieran ametrallado a un convoy de seguidores de un candidato dejando decenas de muertos no era algo remoto y sin embargo no pasó. No hubo atentados contra los candidatos presidenciales, como sí pasó en Colombia en los años 90 cuando el país se encontraba en plena ofensiva contra el narcotráfico. Pudo haber pasado.
El gobierno federal resistió la tentación de utilizar a las instituciones de justicia para eliminar a algún candidato de la contienda o para afectar a algún partido, como se intentó de forma tan estúpida hace seis años. A lo mejor la PGR no fue muy eficaz en el combate de los delitos electorales, pero tampoco fue lanzada para descabezar a algún partido, como durante meses se rumoreó entre la clase política.
En términos generales, el proceso electoral transcurrió dentro del marco establecido por la ley y las autoridades hicieron su trabajo, dentro de las posibilidades de un marco jurídico que habrá que revisar de nuevo en un tiempo no muy lejano.
El IFE demostró que tiene uno de los servicios profesionales más serios del país: no hubo fallas generalizadas en ninguna de las etapas de preparación del proceso salvo algunos errores menores, atribuibles al hecho evidente de que el proceso fue organizado por seres humanos y no por robots; sin excusas de ningún tipo, lo que la ley señala que se debía hacer fue hecho de forma correcta y dentro de los plazos señalados. De parte de las autoridades electorales se fueron desahogando las etapas del proceso con total normalidad. Es lo propio de un Estado democrático, pero a nosotros nos costó décadas y miles de millones de pesos lograrlo. Hoy lo tenemos y hay que valorarlo sin regateos.
Falta sin embargo lo más importante: que los ciudadanos acudan masivamente a las urnas, que ejerzan su derecho a votar con total libertad, que cada voto sea contado de forma correcta, que los resultados sean dados a conocer tal como vayan llegando a través del sistema de conteo rápido y del Programa de Resultados Electorales Preliminares, tal como fueron aprobados en su momento por el IFE y que los candidatos perdedores reconozcan con espíritu democrático al ganador.
No lo olvidemos: de ese tipo de rutinas se alimenta el sistema democrático. Sin todo eso no se puede hablar de democracia en ningún caso. La buena noticia es que en México hemos hecho lo necesario desde hace tiempo para ir dándole sostén y fundamento a nuestra democracia, con todas sus imperfecciones que son muchas y muy notables, pero también con todas sus fortalezas.
El domingo millones de mexicanos se harán la pregunta más importante, cuando estén frente a la boleta: ¿qué partidos o qué candidatos van a dirigir al país durante los siguientes seis años? Lo bueno es que a las pocas horas de que cierren las casillas empezaremos a ver la respuesta. El futuro se habrá definido, en cierta medida.
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