El
Estado mexicano no es más que un semiEstado en descomposición
acelerada. En efecto, ha sufrido mucho más que otros Estados de países
dependientes las consecuencias de la política del gran capital en el
desarrollo de la mundialización. Es decir, la pérdida de soberanía en
el establecimiento de su política financiera, monetaria, militar,
jurídica, alimentaria, rural, demográfica y del control del territorio
nacional. Los acuerdos internacionales subordinan el presupuesto y la
moneda nacional a Estados Unidos y a los servicios de la deuda externa.
La compra del armamento se realiza en Estados Unidos, las fuerzas
armadas están supervisadas por Estados Unidos mediante observadores in
situ, los procesos electorales son controlados por Washington al igual
que la justicia, el campo fue colocado al servicio de las necesidades
estacionales de los importadores del Norte y la soberanía alimentaria
fue liquidada mediante el Tratado de Libre Comercio Norteamericano con
el resultado del despoblamiento de las regiones rurales a la opción a
la población joven entre la desocupación disfrazada de empleo informal,
la emigración clandestina abandonada a sí misma o la delincuencia y,
finalmente, el ejército de Estados Unidos declara oficialmente que
controla todo el territorio hasta Centroamérica y manda técnicos
militares y policiales a México para intervenir en lo que titula
“defensa del orden”.
A eso se agrega la ilegitimidad y la
ilegalidad del personal gobernante. El fraude descarado le robó la
victoria electoral en 1988 a Cuauhtémoc Cárdenas; los asesinatos
masivos crearon las condiciones para imponer un nuevo gobierno del
PRI-PAN que no cumplió con su firma en los Acuerdos de San Andrés y
pasó el testimonio al PAN, que en el 2006 volvió a robarle la elección
presidencial a Andrés Manuel López Obrador, militarizó y ensangrentó al
país y en el 2012 devolvió el gobierno a su aliado priísta para que
eliminase por completo en el plano jurídico, político, económico y
social las conquistas de la Revolución mexicana que aún subsistían.
El
resultado es un aparato estatal sin los atributos de un Estado
independiente, coludido con la parte más sangrienta e inescrupulosa del
capital- el narco tráfico y la delincuencia organizada-, carente de
consenso y dependiente por completo de la represión y los asesinatos
para mantener el gobierno de una oligarquía reducida de socios del gran
capital financiero internacional.
El presidente nacido del
fraude carece de consenso y depende de las fuerzas represivas en las
que un sector todavía sano y antientreguista ve con creciente
preocupación los lazos con el narcotráfico del otro sector y del
gobierno y teme las consecuencias posibles de un estallido social
preanunciado por la protesta por las matanzas de Atlatlaya y Ayotzinapa
que abarca cada vez más regiones, sectores sociales y países del mundo.
Esa protesta democrática inicialmente exigía castigo a los
culpables y gritaba sólo “¡Vivos los llevaron, vivos los queremos!”.
Ese reclamo justo y lógico deja en manos del Estado criminal la
reparación de los crímenes que el mismo comete y no modifica un sistema
que descansa sobre la violencia y la delincuencia y el acuerdo con los
narco-lavadores de dinero, los narco-políticos, los narco-policías o
militares. Ahora, en cambio, las últimas manifestaciones estudiantiles
elevan el tiro repudiando el crimen de Estado y exigiendo la renuncia
de Peña Nieto, conscientes de que es necesario un cambio político. Pero
esa exigencia, sin proponer una alternativa, implica un salto al vacío
y no puede convencer a la mayoría de la población que, aunque
horrorizada por la represión, teme un cambio, sigue siendo pasiva y
conservadora y no hace en las grandes empresas ni siquiera paros
simbólicos solidarios.
Porque el problema es quién
reemplazaría al presidente títere del gran capital en el caso de que se
lo derribase, qué se podría hacer contra las fuerzas represivas y
contra la violencia del narcotráfico y cuál podría ser la salía
democrática y constitucional a esta situación de ilegalidad
generalizada.
En esta tensa situación social desgraciadamente
hay grupos que no han aprendido nada de la historia nacional y
sudamericana y alientan veleidades guerrilleras llevados por el
mesianismo, la impaciencia, la inconsciencia y, algunos, alentados por
la provocación. Una aventura de grupos armados desligados del pueblo
sólo serviría al gobierno para hacer abortar el crecimiento de la
protesta y de la conciencia popular.
En cambio es necesaria la
resistencia civil organizada y generalizada que lleve a un paro cívico
nacional y prepare una huelga general nacional
obrero-campesina-estudiantil. En Bolivia, el pueblo en la calle expulsó
al presidente Sánchez de Lozada e impuso un gobierno de transición que
llamó a elecciones generales y a una Asamblea Constituyente. Es
constitucional el derecho de resistencia a la tiranía y el derecho a
una Constituyente que cambie el país y sus instituciones. Es posible
imponer esta salida y la constitución de un gobierno técnico
transitorio compuesto por pocas personalidades intachables que cierre
el Congreso, reorganice el Estado y organice elecciones generales y una
Asamblea Constituyente con delegados elegidos en asambleas populares.
La generalización de las policías comunitarias y grupos populares de
autodefensa apoyados en grandes movilizaciones tendría un fuerte efecto
en los mejores sectores de las fuerzas armadas, como sucedió en los
países árabes, y el control popular reduciría la acción de los narcos.
La Asamblea Constituyente restituiría la propiedad nacional de los
recursos naturales privatizados, castigaría la corrupción y la
delincuencia, anularía las leyes y medidas antisindicales y
antiobreras, daría plena vigencia a los derechos democráticos y podría
resolver planes concentrados de apoyo a los campesinos y de creación de
empleos para reducir la emigración y las bases del narcotráfico.
Esperar en cambio que el desgaste de Peña Nieto y de los organismos
estatales de mediación y contención (PRI, PAN, PRD y otros partidos
paleros) pueda facilitar próximas elecciones generales limpias y un
eventual triunfo de MORENA es utópico, desmoviliza la protesta y da
tiempo y margen de maniobra a los criminales de Estado. Un cambio sólo
es posible si se movilizan amplias masas por un programa común
inmediato y una alternativa democrática posible.
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