Cristina Pacheco
Periódico La Jornada
En un pueblo tan
pequeño se conoce la historia de las casas y de la gente: dos mil almas
en su infierno, en sus pequeñas glorias compartidas, fechadas. No es de
extrañar que todos sepan que el l3 de diciembre Julián –ese muchacho
alto con un mechón blanco en el pelo, herencia de su padre– había
intentado quitarse la vida arrojándose al paso del ferrocarril. Frustró
el intento la intervención de algunos viajeros y los comerciantes que
esperaban la llegada del tren para ofrecer sus mercancías a los que iban
de paso a la ciudad.
No se tiene noticia de que antes de Julián haya habido un suicida en
el pueblo. Allí las personas mueren según lo señalado en su destino. Es
una ley no escrita que nadie se había atrevido a romper. Julián lo hizo a
los 23 años de edad, con toda la vida por delante, robándoles el turno a
los mayores.
Con ninguno de ellos ha hablado Julián de los motivos que le
inspiraron la idea de suicidarse; tampoco de lo que sintió al abrir los
ojos y verse en su cuarto a pleno mediodía, hora a la que no pensaba
llegar y, sin embargo, resultó ser el punto de partida de su nueva vida.
II
Volviste a nacer. Dale gracias a Dios de que gente buena te impidió llevar a cabo esa locura porque si no, en este momento yo estaría... Ay, no quiero ni pensarlo, le dijo su madre entre lágrimas cuando lo vio taparse la cara con la sábana y se arrojó sobre él para preguntarle cómo era posible que hubiera querido hacer algo tan espantoso. ¿No sabía que la vida nos la da Nuestro Señor y sólo Él puede quitárnosla? ¿Ignoraba que quienes desobedecen la ley divina están sentenciados al infierno?
Sólo de pensar en que su hijo pudiera sufrir esa condena, Delia
sintió que la abandonaban las fuerzas. Con el pretexto de consolarla,
los vecinos que habían salvado y conducido a Julián a su casa
permanecieron en el cuarto, de pie, listos para someter al muchacho en
caso de que le sobreviniera otro arranque de locura; pero sobre todo,
esperando verlo llorar arrepentido, oírlo pedir perdón y al fin
agradecerles su gesto hacia él.
No ocurrió nada de eso. Julián se limitó a sepultarse bajo las
sábanas para huir de la mirada inquisitiva de sus salvadores y la
curiosidad de sus vecinos.
Los conocía: eran buenas personas, dignas de respeto y de aprecio.
Sin embargo, al verlos invadiendo su cuarto empezó a sentir hacia ellos
un odio y un rencor inexplicables.
Le habría gustado decírselos para que dejaran de mirarlo con lástima,
de arriba hacia abajo, pero no lo hizo para evitar que huyeran
ofendidos. Los necesitaba allí para preguntarles con qué derecho habían
interferido en su decisión, pero, en ese momento, fue incapaz de
hacerlo. Se sintió otra vez aniquilado y empezó a llorar; primero
suavemente y después de una manera que partía el alma.
Los presentes interpretaron el llanto desgarrador como prueba
de contrición. Se lo decían a Delia y la abrazaban pidiéndole que se
alegrara porque su hijo estaba lavando su culpa con lágrimas de
arrepentimiento. De un manotazo Julián apartó la sábana que lo cubría y
se irguió. Con el cabello en desorden y los ojos enrojecidos, semejaba
un resucitado.
III
Julián abrió la boca, pero no logró pronunciar ninguna
palabra, aunque todas estuvieran en su cabeza, esperando una orden suya
para decir por qué verse salvado le producía enojo y frustración
incontenibles: llevaba años acariciando la idea del suicidio,
escondiéndola para que su madre no leyera sus pensamientos. Dios podía
hacerlo, pero Él estaba tan lejos de aquel pueblo...
Por supuesto Julián había ocultado otros anhelos: gritar con todas
sus fuerzas cuando lo persiguieran ciertos recuerdos; poder contarle sus
experiencias a alguien dispuesto a guardarlas en secreto; inundarse en
la tibieza, en la humedad de otra mujer. Ansiaba, sobre todo, irse del
pueblo sin carga y a paso firme, sin mirar atrás, sin detenerse
sintiéndose culpable cuando Delia lo paralizara con el argumento de
siempre:
¿Vas a abandonarme como hizo Efraín, tu padre?
Desde su cama, Julián miró a cada uno de los presentes. Le bastó con
eso para saber que ninguno lo entendería si les dijera que para abrir la
última puerta hay que sobreponerse a la indecisión. Después de
infinitas dudas, él había logrado derrotarla. Marcó una fecha. Era un
paso adelante, pero faltaban muchos otros. El camino hacia el suicidio
es complicado y presenta obstáculos que parecen insuperables. Primero la
cobardía. Julián la venció dejándose llevar por su instinto de muerte,
sin preguntarse acerca del después ni de nadie, ni siquiera de su madre.
¿Vas a abandonarme como lo hizo Efraín, tu padre?
IV
Para llegar a su objetivo Julián había hecho enormes
esfuerzos durante años. En unos cuantos minutos perdieron su sentido
gracias a la atingencia de los vecinos y los comerciantes que se
empeñaron en evitarle la muerte. Todos ellos deben sentirse héroes,
benefactores, hombres buenos que, además, salvaron a Delia del más
terrible sufrimiento. No imaginan siquiera que su triunfo significó para
Julián el regreso a su infierno: este cuarto. Aquí creci
ó,
aquí ha esperado el amanecer; aquí ha visto llegar noches interminables
en las que se confunden los rumores, las sombras y los nombres.
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