LENGUANTES
Por: Lulú V. Barrera*
A Soledad, Samia, Iran y Karla
Mi madre siempre me dijo “no te cases”, y mi padre me animó a lanzarme y hacer cosas temerarias sin miedo. Nunca lo pensaron así, pero estas fueron experiencias nacientes de mi pulso vital feminista.
Mis padres también me metieron a una escuela de monjas y puras mujeres en la secundaria; era obligado ir a misa cada semana y cantar a coro la misa es una fiesta muy alegre aunque fuera aburridísima.
En el seno de la educación católica empecé a dudar de ella y todo lo que esperaba de mí. Un día, una madre entró al salón y nos habló de masturbación sin siquiera nombrar la palabra.
Todo nos evocaba a un impulso misterioso de llevar las manos a un lugar oculto ya en la cama antes de irnos a dormir, ante lo que deberíamos siempre recordar poner las palmas de las manos juntas y a un lado de nuestra cabeza y resistirlo.
La verdad es que eso poco nos importaba, lo que queríamos era experimentarlo todo, teníamos 12 años y cada día nos sentíamos más grandes, lo veíamos en nuestro cuerpo.
Ya habíamos pasado por querer tener el pelo suelto como Gloria Trevi, empezábamos a escuchar a Nirvana, y gritábamos “Ironic” con Alanis Morissette; tarareábamos cosas incomprensibles que nos sonaran a inglés mientras bailábamos “Short dick man” sin tener la más remota consciencia de lo que estábamos diciendo.
Teníamos que optar por tomar clases de cocina, taquimecanografía y decoración, sí, aborreciblemente estereotípico, pero estando juntas todo era más divertido.
Nos sentíamos libres y hacíamos lo que nos daba la gana. Nos portábamos mal, desafiábamos las reglas y complotábamos para hacerlo: una vez quedamos todas en inventarle algún pecado interesante al padre en la confesión.
En realidad queríamos vivir solas a los 18 y tener sexo; no teníamos muy claro cómo sucedería, nuestra educación sexual fue inexistente. A la maestra que nos enseñó a poner un condón con el dibujo de un pene en una cartulina la corrieron, no había internet y la pornografía que podíamos llegar a tener efímeramente eran las revistas que nuestros tíos escondían debajo del colchón.
A nuestro alrededor la vida vibraba con todos sus claroscuros. Justo frente a la escuela de monjas había un cine porno. Una de mis compañeras dejó la escuela porque estaba embarazada. Y fue también un día de regreso a casa cuando por la calle un pendejo me metió la mano debajo de la falda y me tocó.
Me mudé a Monterrey justo cuando cumplí 15. Todo cambió. También era una escuela católica, pero las jóvenes querían pertenecer y no rebelarse, querían llegar vírgenes al matrimonio y cuando les dije que me daba hueva ir a misa me dijeron que eso me iba a decir Dios cuando quisiera entrar al cielo: me das flojera.
Nunca pensé que darle hueva a Dios fuera buena señal. Mi madre dejó de trabajar y se unió al grupo de catequistas, de pronto el mundo tenía otras reglas y además yo estaba mal, me di cuenta que si no me ajustaba, simplemente no existía.
En ese grupo de menos de 18 sentía una compulsiva exigencia por estar a la moda, y por ende consumir; los fines de semana eran de ir a los centros comerciales, lo que importaba como mujeres era la imagen ante todo.
Este colapso de dos mundos fue la potencia de la que brotó mi yo feminista. No fue ni más remotamente el mejor momento de mi vida, sólo extrañaba a mi mejor amiga y me sentía sola.
Obviamente no tenía ni la más remota idea de que algo estaba naciendo en mi consciencia, como en estado larvario, ni que lo que estaba dilucidando en el trasfondo tuviera una palabra para nombrarlo: feminismo.
No fue divertido, pero en perspectiva, al percatarme de que las reglas del mundo cambian, supe que podía dudar de ellas, tuve la certeza, eso sí, de que “lo normal” no existe y de que las cosas podían ser de otra manera, que las reglas no eran ni naturales ni divinas, sino una creación humana.
No tengo registrado “el” momento revelación en que dije “¡soy feminista!”; más bien tengo retazos, una serie de experiencias como éstas que me fueron forjando una consciencia de género y una decisión feminista.
Una amiga me dijo que llega un momento en que cosas que han parecido no tener sentido entre sí durante toda tu vida, de pronto se acomodan y las ves ahí, claramente interconectadas. Te pertenecen y perteneces a ellas, son como una constelación, unes los puntos de una nueva manera y entonces adquieren un sentido más claro, más rotundo.
Yo en la secundaria, con mis amigas, rebelándonos contra las monjas nací feminista. Sin “patriarcado”, sin “transversalización” y sin “igualdad sustantiva” en mi diccionario, porque las palabras no son la experiencia y en nuestras historias palpita el feminismo.
Twitter: @luchadorastv
*Lulú V. Barrera es letróloga de formación, antropóloga por historia de vida y activista por decisión. Cree que debe reescribirse la historia, volver lo familiar extraño y extraño lo familiar, y sueña con otros mundos posibles. Admiradora de mujeres guerreras, creó y conduce “Luchadoras” en Rompeviento TV.
Mi madre siempre me dijo “no te cases”, y mi padre me animó a lanzarme y hacer cosas temerarias sin miedo. Nunca lo pensaron así, pero estas fueron experiencias nacientes de mi pulso vital feminista.
Mis padres también me metieron a una escuela de monjas y puras mujeres en la secundaria; era obligado ir a misa cada semana y cantar a coro la misa es una fiesta muy alegre aunque fuera aburridísima.
En el seno de la educación católica empecé a dudar de ella y todo lo que esperaba de mí. Un día, una madre entró al salón y nos habló de masturbación sin siquiera nombrar la palabra.
Todo nos evocaba a un impulso misterioso de llevar las manos a un lugar oculto ya en la cama antes de irnos a dormir, ante lo que deberíamos siempre recordar poner las palmas de las manos juntas y a un lado de nuestra cabeza y resistirlo.
La verdad es que eso poco nos importaba, lo que queríamos era experimentarlo todo, teníamos 12 años y cada día nos sentíamos más grandes, lo veíamos en nuestro cuerpo.
Ya habíamos pasado por querer tener el pelo suelto como Gloria Trevi, empezábamos a escuchar a Nirvana, y gritábamos “Ironic” con Alanis Morissette; tarareábamos cosas incomprensibles que nos sonaran a inglés mientras bailábamos “Short dick man” sin tener la más remota consciencia de lo que estábamos diciendo.
Teníamos que optar por tomar clases de cocina, taquimecanografía y decoración, sí, aborreciblemente estereotípico, pero estando juntas todo era más divertido.
Nos sentíamos libres y hacíamos lo que nos daba la gana. Nos portábamos mal, desafiábamos las reglas y complotábamos para hacerlo: una vez quedamos todas en inventarle algún pecado interesante al padre en la confesión.
En realidad queríamos vivir solas a los 18 y tener sexo; no teníamos muy claro cómo sucedería, nuestra educación sexual fue inexistente. A la maestra que nos enseñó a poner un condón con el dibujo de un pene en una cartulina la corrieron, no había internet y la pornografía que podíamos llegar a tener efímeramente eran las revistas que nuestros tíos escondían debajo del colchón.
A nuestro alrededor la vida vibraba con todos sus claroscuros. Justo frente a la escuela de monjas había un cine porno. Una de mis compañeras dejó la escuela porque estaba embarazada. Y fue también un día de regreso a casa cuando por la calle un pendejo me metió la mano debajo de la falda y me tocó.
Me mudé a Monterrey justo cuando cumplí 15. Todo cambió. También era una escuela católica, pero las jóvenes querían pertenecer y no rebelarse, querían llegar vírgenes al matrimonio y cuando les dije que me daba hueva ir a misa me dijeron que eso me iba a decir Dios cuando quisiera entrar al cielo: me das flojera.
Nunca pensé que darle hueva a Dios fuera buena señal. Mi madre dejó de trabajar y se unió al grupo de catequistas, de pronto el mundo tenía otras reglas y además yo estaba mal, me di cuenta que si no me ajustaba, simplemente no existía.
En ese grupo de menos de 18 sentía una compulsiva exigencia por estar a la moda, y por ende consumir; los fines de semana eran de ir a los centros comerciales, lo que importaba como mujeres era la imagen ante todo.
Este colapso de dos mundos fue la potencia de la que brotó mi yo feminista. No fue ni más remotamente el mejor momento de mi vida, sólo extrañaba a mi mejor amiga y me sentía sola.
Obviamente no tenía ni la más remota idea de que algo estaba naciendo en mi consciencia, como en estado larvario, ni que lo que estaba dilucidando en el trasfondo tuviera una palabra para nombrarlo: feminismo.
No fue divertido, pero en perspectiva, al percatarme de que las reglas del mundo cambian, supe que podía dudar de ellas, tuve la certeza, eso sí, de que “lo normal” no existe y de que las cosas podían ser de otra manera, que las reglas no eran ni naturales ni divinas, sino una creación humana.
No tengo registrado “el” momento revelación en que dije “¡soy feminista!”; más bien tengo retazos, una serie de experiencias como éstas que me fueron forjando una consciencia de género y una decisión feminista.
Una amiga me dijo que llega un momento en que cosas que han parecido no tener sentido entre sí durante toda tu vida, de pronto se acomodan y las ves ahí, claramente interconectadas. Te pertenecen y perteneces a ellas, son como una constelación, unes los puntos de una nueva manera y entonces adquieren un sentido más claro, más rotundo.
Yo en la secundaria, con mis amigas, rebelándonos contra las monjas nací feminista. Sin “patriarcado”, sin “transversalización” y sin “igualdad sustantiva” en mi diccionario, porque las palabras no son la experiencia y en nuestras historias palpita el feminismo.
Twitter: @luchadorastv
*Lulú V. Barrera es letróloga de formación, antropóloga por historia de vida y activista por decisión. Cree que debe reescribirse la historia, volver lo familiar extraño y extraño lo familiar, y sueña con otros mundos posibles. Admiradora de mujeres guerreras, creó y conduce “Luchadoras” en Rompeviento TV.
CIMACFoto: César Martínez López
Cimacnoticias | México, DF.-
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