Pedro Miguel
Hasta ayer, cuarto día
de su visita a México, el papa Francisco no se había expresado en torno a
los delitos sexuales perpetrados y encubiertos de manera contumaz por
sacerdotes y dignatarios de la Iglesia católica mexicana. No había
pronunciado tampoco un mensaje concreto de solidaridad con las víctimas
de las violaciones sistemáticas a los derechos humanos cometidas por los
poderes públicos en todos sus niveles, en especial las desapariciones
forzadas, de las que son emblemáticas las que sufrieron 43 estudiantes
de Ayotzinapa y que hasta la fecha el gobierno federal no ha querido
esclarecer. El pontífice no ha tenido palabras de condena inequívoca a
los feminicidios ni a la indiferencia frente a ellos de las autoridades.
En cambio, en lo que va del viaje, Francisco ha hablado fuerte y claro
en contra de la corrupción y la avaricia de los gobernantes y
empresarios y su relación inocultable con la inseguridad y la violencia
que padece el país, ha emitido frases de repudio a la frivolidad, la
insensibilidad y la arrogancia del alto clero católico y ayer, en San
Cristóbal de las Casas, se manifestó en contra de la opresión, la
marginación y la explotación de que son víctimas los pueblos indígenas.
Los mensajes y los silencios del Papa pueden ser interpretados como
muestra de su disposición a conducir la Iglesia por el camino de la
solidaridad con los que sufren y a distanciarse de la convivencia con
los promontorios del poder opresor, explotador, corruptor y asesino. En
cambio, el fundado escepticismo social ante el Papado concluye que el
discurso de Francisco –desde que se sentó en el trono de Pedro y hasta
la fecha– es una operación de mercadotecnia y simulación para restaurar
el alicaído ascendiente de Roma ante feligresías católicas ofendidas y
desencantadas por los numerosos y sistemáticos agravios recibidos desde
el que debiera ser su liderazgo espiritual.
Pura palabrería hueca, sostienen algunos, acaso sin reparar en el hecho de que toda dirigencia (religiosa, política, social) se ejerce primordialmente por medio del lenguaje y que la palabra del poder no siempre es ajena al poder de la palabra.
Algo que debiera tomarse en cuenta es la manifiesta tensión entre el
cerco que las distintas ramas de la oligarquía nacional –la política, la
clerical, la empresarial, la mediática– han tendido en torno a
Francisco y la determinación de este último a mantener la coherencia de
su discurso al margen de halagos y maniobras de seducción y
neutralización de quienes tienen en sus manos la organización y la
logística de la visita: la jerarquía eclesiástica, la Presidencia y las
gubernaturas de las entidades visitadas. Para gobernantes, arzobispos y
compañía, es fundamental que el pueblo se quede con la percepción de un
pontífice tan insensible, arrogante y torcido como ellos, de un Papa
palaciego rodeado por un primer círculo de corruptos, encubridores,
oportunistas y magnates. Al parecer, sectores de la alta clerecía,
adversos de antemano a los mensajes del jesuita argentino, han operado
incluso para adelgazar la concurrencia popular a las vallas y actos
masivos.
Así se desarrolla, a ojos de quien quiera verla, una lucha en
la que se dirime el sentido primordial de la gira: ratificar la vieja
alianza opresora y corrupta entre el Vaticano y los poderes
institucionales y fácticos del país o dar testimonio de renovación al
lado de los oprimidos, los explotados, los marginados y los diezmados
por las varias violencias estructurales y programadas del régimen.
Por lo pronto, alguien le ha recordado en la cara a Peña Nieto que
aunque tenga los bolsillos llenos de dinero sórdido y la conciencia
anestesiada, tendrá siempre las manos manchadas de sangre; alguien le ha
dicho a Norberto Rivera y a sus compinches, también en su cara, que no
deberían andar haciendo arreglos en lo oscuro con los dueños del dinero y
los apoderados del presupuesto, que dejen de aspirar a ser príncipes y
que asuman con humildad y transparencia su tarea pastoral.
Ciertamente, un elemento del cerco en torno a Francisco es la cara
dura de los identificables destinatarios de sus mensajes. Esos oyentes
no se ponen el saco ni aunque traiga bordados sus nombres y apellidos, y
así pretenden dejar la impresión de que las duras palabras del Papa no
tienen nada que ver con ellos. Pero si el pueblo las escucha y confirma
con ello la legitmidad de sus reclamos, el cerco se habrá roto.
Quedan unas horas de aquí al fin de la visita y hasta ayer al medio
día Francisco aún no había externado algunos posicionamientos sobre
algunos de los agravios más visibles de
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