CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Seguramente en
sus oficinas de El Vaticano el Papa Jorge Mario Bergoglio tuvo la
información necesaria antes de venir a México. Incluso lo visitaron
funcionarios mexicanos y organizaciones sociales le mandaron cartas para
darle más datos la situación en el país. Pero es posible que hasta que
llegó a México se dio cuenta de la situación que se vive y del infierno
que se sufre.
Seguramente al mirar a los mexicanos el prelado argentino se dio cuenta que llegaba al mismísimo infierno pues ni en su natal tierra se vivió tanta violencia en la época de la dictadura que también él miró de cerca.
¿Cómo dirigirse ante una clase política gobernante que se rio cuando
les habló de la corrupción y sus relaciones con el crimen organizado?
¿Qué decirle a los millones que se acercaron buscando unas palabras de
aliento ante la violencia ya normalizada? ¿Cuál mensaje darles a los
migrantes centroamericanos que tienen que sufrir violaciones,
extorsiones y golpes al cruzar tierra mexicana rumbo al sueño
estadunidense?
¿De qué manera mirar a las miles de familias de desparecidos que ya
tiene secos los ojos de tanto llorar de desesperación ante el silencio
cómplice de las autoridades? ¿Cómo encarar a sus compañeros de religión
que han encubierto a pederastas, pedófilos y homicidas o que ellos
mismos han caído en esos pecados sin ser castigados? ¿Cómo a entrar al
infierno sin quemarse?
Al padre Francisco le tocó vivir en Argentina los años convulsos de la dictadura militar que desapareció a 30 mil personas. De joven le toco mirar una iglesia católica cómplice de los más terribles asesinos y a los jóvenes que protestaban ser golpeados, muertos o desaparecidos.
Pero nada comparado con el infierno mexicano, donde el mismo policía, juez o gobernador supuestamente protector de la sociedad es miembro de uno de los grupos del crimen organizado capaz de desaparecer a 43 estudiantes rurales para dar un mensaje de poder.
Tal vez por eso se negó a dar la bendición a los políticos y a sus familias que asistieron a Palacio Nacional que lo aclamaban y se reían a pesar de que Francisco habló de la corrupción y el poder del narcotráfico.
En los cinco días de su primera visita a México, el padre jesuita vio y comprobó que hay una nueva versión del infierno dantesco, un infierno donde hay una apariencia o una ilusión de normalidad con la cual se pretende engañar los ojos de muchos visitantes, pero que al observar los detalles y escuchar a los sobrevivientes se comprueba que la violencia es imparable, que todos los días mueren inocentes en manos de criminales vestidos de oficiales, que la corrupción es una ley consuetudinaria y la violencia una costumbre.
Pero sobre todo, que el criminal y el gobernante ya son lo mismo y que actúan con tanta impunidad y tanto descaro, que son capaz de estar en la puerta para darle una cálida recepción y decirle: Francisco… ¡Bienvenido al infierno!
Seguramente al mirar a los mexicanos el prelado argentino se dio cuenta que llegaba al mismísimo infierno pues ni en su natal tierra se vivió tanta violencia en la época de la dictadura que también él miró de cerca.
¿Qué decir ante un país que vive una de sus peores crisis, con más de 150 mil muertos, más de 130 mil desaparecidos y 350 mil desplazados por la violencia de la guerra contra el narcotráfico?
Al padre Francisco le tocó vivir en Argentina los años convulsos de la dictadura militar que desapareció a 30 mil personas. De joven le toco mirar una iglesia católica cómplice de los más terribles asesinos y a los jóvenes que protestaban ser golpeados, muertos o desaparecidos.
Pero nada comparado con el infierno mexicano, donde el mismo policía, juez o gobernador supuestamente protector de la sociedad es miembro de uno de los grupos del crimen organizado capaz de desaparecer a 43 estudiantes rurales para dar un mensaje de poder.
Tal vez por eso se negó a dar la bendición a los políticos y a sus familias que asistieron a Palacio Nacional que lo aclamaban y se reían a pesar de que Francisco habló de la corrupción y el poder del narcotráfico.
En los cinco días de su primera visita a México, el padre jesuita vio y comprobó que hay una nueva versión del infierno dantesco, un infierno donde hay una apariencia o una ilusión de normalidad con la cual se pretende engañar los ojos de muchos visitantes, pero que al observar los detalles y escuchar a los sobrevivientes se comprueba que la violencia es imparable, que todos los días mueren inocentes en manos de criminales vestidos de oficiales, que la corrupción es una ley consuetudinaria y la violencia una costumbre.
Pero sobre todo, que el criminal y el gobernante ya son lo mismo y que actúan con tanta impunidad y tanto descaro, que son capaz de estar en la puerta para darle una cálida recepción y decirle: Francisco… ¡Bienvenido al infierno!
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