En su libro A cielo abierto. De cómo el boom minero resquebrajó
al país, el periodista J. Jesús Lemus expone y documenta la explotación
irracional de los recursos naturales mexicanos que llevan a cabo los
consorcios mineros trasnacionales, con su estela de contaminación,
erosión, daños a la salud, violencia contra las comunidades, alianzas
con el crimen organizado y corrupción política. Con autorización de la
editorial Grijalbo, presentamos extractos del Prólogo y el capítulo
sobre los crímenes asociados con esa actividad en Chihuahua.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- A la cauda de corrupción, violencia,
narcotráfico, explotación y esclavitud laboral que la falta de un
gobierno eficiente ha dejado en México, se suma la tragedia causada por
la riqueza. Nunca en nuestro país había pesado tanto tener esa vastedad
de recursos naturales de la que no muchas naciones pueden presumir.
En México esa riqueza es el más grande de los contrasentidos, pues
lejos de garantizar una forma de vida holgada y tranquila para la
población, sólo ha traído violencia, despojo y muerte para los que menos
tienen, que son la mayoría de sus casi 130 millones de habitantes.
Hacia donde quiera que se vuelva la vista, se observa que la riqueza
natural del suelo y del subsuelo, incluyendo el agua, está en manos de
unos cuantos privilegiados, que nadie sabe cómo se adueñaron de ella,
aunque no es difícil adivinar: la corrupción es el signo que ha marcado a
los gobiernos de las últimas décadas en México.
A esos gobiernos –tanto los emanados del Partido Revolucionario
Institucional (PRI), como los del Partido Acción Nacional (PAN), que se
presentaron, sin poder consolidarse, como alternativa de cambio– es a
los que se les atribuye el mayor acto de despojo de la riqueza nacional,
hoy entregada a particulares, principalmente empresas trasnacionales.
El despojo de la riqueza nacional no puede quedar mejor demostrado
que con lo que ocurre en la industria minera, donde se amalgaman todos
los fenómenos que son parte de la desgracia nacional. Allí, como si
fuera el centro de gravedad de los problemas nacionales, confluyen la
corrupción, el narcotráfico, la violencia, la esclavitud, el despojo, la
explotación laboral y el desplazamiento de pueblos completos.
Lo más lamentable es que todos esos fenómenos no sólo son ignorados,
sino que pareciera que son tolerados y aun alentados por la autoridad
federal, merced a un entramado de corrupción e impunidad. No cabe otra
explicación. En todo el país no existe un solo reducto de suelo que no
sufra eventos donde la peor parte la llevan las comunidades propietarias
originales de la riqueza.
En ese concierto no resulta gratuita la entrada en vigor de la
llamada reforma energética, que no se pudo consolidar en el periodo de
gobierno de Felipe Calderón, pero que en el de Enrique Peña Nieto se ha
apuntado como uno de sus signos distintivos.
La reforma energética, que hoy avala legalmente la entrega de la
riqueza del país a extranjeros, comenzó a bosquejarse desde la
administración de Carlos Salinas de Gortari como parte de la negociación
del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), con el fin
de “dar certeza” –se dijo en el discurso oficial– a las inversiones
extranjeras en México, principalmente a las de Estados unidos y Canadá.
Por eso no resulta extraño que la citada reforma hoy tenga como
principales beneficiarias a las empresas mineras de Estados Unidos y
Canadá, legítimas propietarias de casi 87% de las concesiones mineras
otorgadas por el gobierno federal en los últimos dos años. Casi la
tercera parte del territorio nacional hoy es propiedad de extranjeros.
Esa entrega es la que ha motivado el proceso de descomposición social
que se vive en todo el país, donde el narcotráfico no es el mayor de
los problemas si se compara con los otros conflictos sociales que
acarrea la operación de las empresas mineras en el país. A diferencia
del narcotráfico –que en teoría está organizado por delincuentes
impulsivos–, el sector minero resulta más perverso y peligroso al ser
dirigido por sesudos “hombres de negocios”, con un poder ilimitado para
corromper, donde el deseo es el saqueo completo de los recursos a costa
de lo que sea.
Resulta más perversa la minería que el tráfico ilegal de narcóticos,
porque el poder de visión del narcotráfico alcanza para buscar el
control de las fuerzas policiales del entorno local; el de los dueños de
las mineras va más allá: ha alcanzado legalmente a secretarios de
Estado y gobernadores, incluidos algunos jefes del Ejecutivo federal.
El caso más evidente es el del presidente Felipe Calderón Hinojosa,
el más firme impulsor de la entrega de concesiones mineras para las
trasnacionales, principalmente de origen estadunidense y canadiense.
Calderón benefició a estas empresas con más de 17 mil 670 concesiones
para la explotación del subsuelo en todo el territorio nacional.
En la administración de Enrique Peña Nieto el número de permisos
entregados a las mineras alcanzó los 8 mil 410 títulos a favor de
empresas de capital canadiense, que no sólo se dedican a la explotación
del subsuelo, sino que también generan conflictos sociales entre las
comunidades que se oponen a su operación.
Las concesiones de minas que ha entregado el gobierno federal en los
últimos dos años, sumadas a las que se dieron en los sexenios de Vicente
Fox y Felipe Calderón, ahora están protegidas hasta durante 90 años, de
acuerdo con lo que señala la reforma energética, lo que ha permitido
que en nuestro país se asienten 267 empresas mineras trasnacionales, a
las que en la práctica les pertenecen los metales preciosos e
industriales que puedan extraer.
La ambición por el saqueo completo de los recursos del subsuelo ha
hecho que las políticas públicas de explotación de los recursos
naturales en México sean cada vez más distantes de las necesidades de la
población; de lo contrario, no irían al alza los conflictos comunales
en torno a las minas que operan en el país.
Al cierre de 2017 el número de conflictos suscitados en torno a las
minas ya llegaba a mil 488, de los que 72% obedecía a despojo del suelo,
11% era por la disputa del agua, 7% fue ocasionado por contaminación,
6% por presencia de grupos armados, 2% por pago de regalías, 1% por
deforestación y el otro 1% por conflictos laborales.
La estela de violencia y agresión que ha dejado la mayoría de las
empresas mineras asentadas en nuestro país ha sido posible a partir de
una siniestra alianza entre éstas y grupos delictivos, que se han
convertido en el brazo ejecutor de la política oscura de protección a
los intereses mineros.
En la mayoría de los casos, principalmente en los estados del norte y
centro del país, las mineras han pactado alianzas con los cárteles de
Sinaloa, Juárez, los Beltrán Leyva, la Línea, Los Zetas y del Golfo,
para “neutralizar” a los opositores a sus proyectos económicos mediante
la persecución, el hostigamiento y la ejecución de grupos indígenas.
El modelo de costobeneficio es el rector en el comportamiento de los
cárteles de las drogas dentro de la minería; de acuerdo con lo señalado
por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito
(UNODC), sólo en México el mercado ilícito de las drogas genera
utilidades anuales estimadas en 25 mil millones de dólares. Pero el
comercio de metales industriales, metales preciosos y minerales no
metálicos, que es una actividad legal y estimulada por el gobierno
federal, genera una utilidad anual promedio superior a los 200 mil
millones de dólares.
Incluso considerando que los cárteles de drogas, por una u otra vía,
se queden sólo con 10% de los recursos que genera el sector, como lo
establecen fuentes de la Procuraduría General de la República (PGR),
esos grupos ya están logrando una utilidad equiparable a la que obtienen
por el trasiego de drogas.
Así, la inclusión de los cárteles de drogas en el negocio de la
minería les representa una forma rentable e inmejorable de subsistir,
porque los riesgos de detención o ejecución de sus integrantes se
reducen en forma considerable, lo que hace que las estructuras
criminales mantengan nóminas de pago muy por debajo de las que se
establecen cuando la encomienda es el trasiego de drogas, que conlleva
un elevado riesgo de muerte o captura.
Por eso se entiende que en la actualidad casi todos los cárteles de
drogas, tanto los considerados de presencia nacional como los
clasificados como “minicárteles” o “cárteles locales”, ahora se
encuentren inmersos en actividades de explotación minera que van desde
vigilancia perimetral y seguridad a los transportes de carga hasta
detección, control y ejecución de los “factores de riesgo”.
Ese modo de actuar resulta en intimidación, desplazamiento y
ejecución a los opositores de los proyectos mineros, que casi siempre
son los defensores de la tierra, los líderes comunales, periodistas,
defensores de derechos humanos o dirigentes de agrupaciones comunales de
defensa de los recursos naturales.
La impunidad propiciada por el sistema de corrupción del gobierno
mexicano, dentro de la que operan las mineras canadienses y
estadunidenses, ha sido aprovechada por otras firmas internacionales,
como las chinas, argentinas, italianas, japonesas, australianas y
peruanas que operan en el país, que han recibido severos
cuestionamientos sociales por sus niveles de contaminación y por causar
enfermedades entre las comunidades aledañas.
Es imposible mirar a cualquier punto de extracción minera en México y
no encontrar un conflicto social alarmante, donde la menor de las
consecuencias de la voraz e irracional explotación mineral se expone en
comunidades despojadas del agua o expuestas a condiciones intolerables
de salud ambiental.
Chihuahua, región de muerte
Otro de los múltiples ejemplos de agresiones de las trasnacionales
contra los defensores de la tierra fue el asesinato del dirigente
comunal indígena Juan Ontiveros Ramos, compañero de lucha de Isidro
Baldenegro López. A Juan Ontiveros lo mataron –apenas 15 días después
del asesinato de Baldenegro López– por negarse a gestionar en su
comunidad, Choreachi, en el municipio de Guadalupe y Calvo, Chihuahua,
el consenso para permitir la entrada de empresas mineras en la región,
las mismas a las que se opuso Isidro Baldenegro.
Las mineras a las que se opuso Juan Ontiveros Ramos –quien fue
secuestrado el 31 de enero de 2017 y cuyo cadáver fue hallado menos de
24 horas después– son las mismas a las que se enfrentó Baldenegro López:
la Fresnillo PLC, Endeavour Silver Corp., Mex Group Resources y Great
Panther Resources, que no han sido mencionadas en las investigaciones
que lleva a cabo la Fiscalía General del Estado de Chihuahua.
Con este homicidio son ya cinco los cometidos contra defensores de la
tierra en el distrito minero de Guadalupe y Calvo, donde los gobiernos
estatales –tanto el del priista César Duarte Jáquez como el del panista
Javier Corral Jurado– han insistido en que se trata de acciones directas
del crimen organizado. Puede ser que tengan razón, pues grupos
ambientalistas de la comunidad rarámuri han insistido en que algunos
grupos del Cártel de Sinaloa rentan sus servicios de seguridad a las
mineras que realizan labores de exploración y explotación de oro y
plata. Por eso existe temor e indignación entre las comunidades
indígenas, lo que ya ha sido expuesto al gobierno estatal por parte del
gobernador indígena, Porfirio Cruz Ramos.
Integrantes de la organización Alianza Sierra Madre, A.C., han
señalado el estado de violencia que se vive en la región de Guadalupe y
Calvo; han referido insistentemente que todos aquellos que se oponen a
los trabajos de exploración de las mineras están siendo perseguidos.
Hasta septiembre de 2017 era al menos una docena de defensores los que
manifestaban amenazas de grupos armados, identificados con células del
Cártel de Sinaloa. En esta región se ha documentado, en los últimos tres
años, al menos una veintena de agresiones a los líderes de los
movimientos ecologistas.
Tanto las autoridades de usos y costumbres como las organizaciones
civiles que velan por la conservación de los recursos naturales de la
zona de Guadalupe y Calvo han referido que son objeto de una cacería por
parte de grupos del crimen organizado, a quienes se vincula con los
intereses económicos de las mineras. En esta región, la prensa local
–tal vez anteponiendo el interés de mantener la vida– ha optado por la
autocensura, dejando a las comunidades sin voz de denuncia.
El caso de Juan Ontiveros Ramos es el que habla mejor de la situación
que prevalece en esta zona de Chihuahua. Él apareció ejecutado el
medio día del 1 de febrero de 2017. Su cuerpo fue encontrado con dos
impactos de bala. Paradójicamente, era la voz más acuciosa que se alzaba
en reclamo del esclarecimiento del asesinato de Baldenegro; una de sus
hipótesis apuntó a los intereses económicos afectados de las mineras.
Insistió en organizar a los miembros de la comunidad rarámuri de las
localidades de Piedras Coloradas y Choreachi para hacer un frente común y
evitar que las mineras canadienses realizaran trabajos de exploración.
Por eso, Juan Ontiveros Ramos, de 32 años, fue secuestrado por un
comando cuando se dirigía a la comunidad de Choreachi, luego de asistir
en la ciudad de Chihuahua a una reunión con vecinos de Coloradas de la
Virgen, con el fin de planear acciones de resistencia y reclamarle al
gobierno estatal avances en la averiguación del asesinato de su
compañero Isidro Baldenegro López. Fue interceptado cerca de la
comunidad de Pino Gordo, la tarde del 31 de enero, cuando viajaba en un
vehículo de su propiedad acompañado de su hermano Isidro. Los agresores
sólo se lo llevaron a él, en tanto que su hermano fue severamente
golpeado. El cadáver del activista fue encontrado en un camino que
conduce a la comunidad Los Flacos; tenía dos impactos de bala, uno de
pistola calibre .38 y el otro de rifle AR15, de los que oficialmente
son asignados a los cuerpos de seguridad pública estatal, lo que hace
suponer que fue ejecutado por policías municipales de Guadalupe y Calvo.
De acuerdo con la denuncia de la organización Alianza Sierra Madre,
A.C., se teme que este homicidio quede en la impunidad, tal como los de
los otros cuatro activistas caídos: Isidro Baldenegro López, Víctor
Carrillo, Elpidio Torres Molina y Valentín Carrillo Palma, en los que
también se presume la participación de cuerpos de seguridad pública, que
pudieron haber actuado bajo las órdenes de las empresas mineras.
De tal fuerza son las sospechas que apuntan a las mineras, que es
imposible, con base en las evidencias, dejar de pensar en su
participación en la desaparición de otros 13 periodistas, que entre
otros temas también expusieron la desigual lucha por la propiedad de los
recursos naturales.
Este adelanto de libro se publicó el 11 de febrero de 2018 en la edición 2154 de la revista Proceso.
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