–¿Cómo te llamas?
–Benjamín López Toledo.
–Te vas a llamar Francisco Toledo.
A partir de ese día Toledo no volvió a responder al nombre de Benjamín.
–¿Souza fue una buena influencia? –le pregunto a Toledo.
–Para mí fue importante haberlo conocido, porque el tenía una visión de las cosas.
–Pero si no hubiera expuesto en la galería de Antonio Souza, de todos modos habría salido adelante, ¿no? Porque su talento de todos modos hubiera explotado.
(Sonríe) –Esas cosas no se saben. No sé.
–¿El destino? ¿No cree en él?
–No sé.
–Tampoco yo sé. En fin, ¿qué pasó allá en Europa?
–Souza me dio direcciones de gente que había que ver; me dio la dirección de Rufino Tamayo, que vivía entonces en París, y fui a su casa, creo que en el Barrio Latino, ¿no? Allá lo vi.
–¿Rufino Tamayo también fue generoso?
–Muy generoso. Cuando vio mis primeras cosas me dijo: Pues tráigalas, porque cuando venda lo mío, también puedo vender lo suyo
.
–¿De veras?
–De veras. Eso fue en el 60. Entonces tenía esa ayuda de Tamayo, de lo que él vendía, me daba…
–Entonces le tiene mucha devoción a Tamayo.
–Mucho cariño, sí claro. Es un gran, gran pintor. Después se tuvo que regresar a México, pero logró que me dieran una beca para ayudarme a vivir.
–Y usted, ¿no tenía ni un centavo?
–Bueno, mi familia podía ayudarme, pero con las relaciones de Tamayo y la venta no necesitaba gran cosa.
–Pero, ¿era un niño que no tenía nada?
–No, no.
–¿Muy pobre?
–No. Mi padre sí fue muy pobre, era hijo de zapatero; yo le ayudé a mi abuelo a los zapatos, a pegar las suelas, a traer la goma, a ponerla sobre la plantillas. Y mi madre sí tenía una posición un poquito mejor, porque en su familia eran matanceros: mataban cochinos; ellos eran de Ixtaltepec, un pueblo entre Ixtepec y Juchitán, y cuando vino la Revolución muchas familias se fueron a refugiar a Ixtepec.
–Y, ¿entonces?
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