Editorial La Jornada
Dos días antes, en Ciudad Juárez, fue detonado un coche bomba en una emboscada a elementos policiales, cuatro de los cuales murieron en el ataque, mientras en el norte de Tamaulipas se desataron balaceras que dejaron más de dos decenas de lesionados. En el norte, en el noreste y el sur del país, las disputas por el control del territorio han configurado ya un escenario de ingobernabilidad y de suspensión de facto de las garantías individuales.
Ante la persistencia de las ejecuciones cotidianas, los combates y los bloqueos de vialidades, el discurso oficial se evidencia cada vez más ajeno a la realidad y más extraviado en sus propios laberintos: en lo que va del año, personeros del gobierno federal han anunciado en varias ocasiones una reformulación de la estrategia contra la criminalidad organizada, y otras tantas se ha ratificado que tal estrategia no variará. Los anuncios espectaculares de capturas y muertes de maleantes y decomisos de armas, dinero y droga suelen ser sucedidos por renovadas y crecientes muestras de poderío de las organizaciones delictivas. Lo que empezó como una apuesta para ganar legitimación ante la sociedad ha transformado lo que eran meros desafíos a la seguridad pública y a la vigencia de las leyes en una crisis de seguridad nacional.
El país no se encuentra, como se insiste en las altas esferas gubernamentales, ante un problema de percepción
, y nada se resuelve citando los altos índices de criminalidad –reales o supuestos– de otras naciones. Tampoco es útil, a estas alturas, atribuir la génesis de los fenómenos delictivos actuales a la indolencia, la permisividad o la complicidad de administraciones anteriores, no sólo porque tales señalamientos, al no ir acompañados de imputaciones precisas, se quedan en el ámbito de la insinuación, sino también porque la autoridad actual, lejos de avanzar en la solución a la crisis de seguridad pública, la ha profundizado.
El actual equipo de gobierno tendría que darse cuenta de que la comprensión de la sociedad tiene límites y que para el país es inaceptable el anuncio de que tendrá que resignarse a vivir en guerra durante muchos años: los estrategas oficiales han agotado ya el margen político que pudieron tener para sentarse a planearla.
Para colmo, y a contrapelo de advertencias, las autoridades se empecinan en mantener un rumbo de colisión con los intereses y la economía de los sectores mayoritarios de la población, y sólo el civismo de éstos permite entender que la orientación antipopular de la administración no haya generado aún estallidos sociales de grandes dimensiones.
En tales circunstancias, resulta imperativo que el actual gobierno se replantee las estrategias en curso en el ámbito económico y en el de la seguridad, así sea únicamente en interés de hacer transitables los dos años y medio que le restan. De no ser así, en 2012 entregará un país en ruinas.
Calderón aceptó formar coaliciones con el PRD para al menos emparejar el terreno en 2012. Un primer costo de eso fue sacrificar a Gómez Mont.
Cuando Fernando Gómez Mont fue nombrado secretario de Gobernación, la prioridad de Felipe Calderón era empujar su programa de gobierno, lo que implicaba la cooperación del PRI. De ahí la importancia de una figura totalmente confiable a ese partido. Pero ante la inminente recuperación del PRI en 2009 y su eventual retorno a Los Pinos, Calderón decidió cambiar prioridades: no le gusta nada la idea de entregar la Banda Presidencial a un priista, lo que esencialmente será leído, dentro y fuera de México, como el fin del paréntesis democrático, como una regresión al autoritarismo. Y Calderón no quiere aparecer como el actor central de ese suceso. Por lo cual, Calderón aceptó la estrategia de formar coaliciones con el PRD para al menos emparejar el terreno en 2012. Un primer costo de eso fue sacrificar a Gómez Mont, pues avaló la oferta que éste hizo al PRI de no formar tales alianzas, a cambio de su respaldo en la miscelánea fiscal de 2009. El PRI cumplió en lo esencial, pero no Calderón, dejando así “colgado de la brocha” a su secretario de Gobernación.
Por otro lado, Calderón necesita el respaldo del PRI (y otras fuerzas políticas) en su estrategia contra al crimen organizado, que hace agua por todos lados. Para eso convocó, a raíz del asesinato de Rodolfo Torre en Tamaulipas, un nuevo acuerdo para la seguridad pública. La pregunta era si Calderón lo hizo para simplemente buscar nuevas adhesiones a su actual estrategia, cuando ya todos la han descalificado en mayor o menor medida, o dar algún viraje que goce del mayor consenso político y social posible. En el gabinete se emitieron mensajes cruzados: mientras la canciller Patricia Espinosa declaraba que “la estrategia de seguridad del gobierno ratifica la convicción de que no puede haber marcha atrás” (30/VI/10), Gómez Mont aclaraba que se buscaba revisar y replantear la estrategia: “Aun para quienes consideren que la estrategia contra el crimen organizado puede mejorarse, el diálogo al que se convoca es una oportunidad inmejorable para plantear sus propuestas, y así contribuir a fortalecer la estrategia” (29/VI/10).
De ser como lo planteaba Gómez Mont, se podría pensar que Calderón en verdad quería modificar en alguna medida su política, tanto para reducir los niveles de violencia en lo que resta de su gobierno como para lograr el respaldo de otras fuerzas políticas, compartir el costo con ellas y romper el aislamiento que ahora sufre. Parecía buscar lo que no buscó cuando debió, en 2006. Si de cualquier manera teme que el próximo presidente modifique su estrategia, mejor hacerlo ahora con el respaldo de otros partidos, para no asumir todo el costo, en 2012, de una política muy costosa. Dijo Calderón que esa sería una de las principales tareas del nuevo secretario de Gobernación, el desconocido Francisco Blake, presunto operador de los también presuntos éxitos contra el crimen en Baja California. Pero el nuevo secretario dice que su llegada “no significa que la estrategia de lucha contra la delincuencia organizada vaya a cambiar”, sino sólo buscar “que no quede en un solo hombre esta lucha contra el crimen, que sea una participación de todos los Poderes de la Unión” (16/VII/10). Difícilmente tendrá éxito si no se modifica la ruta, pues, ¿a partir de qué otras fuerzas políticas habrían de respaldar una estrategia que han descalificado, y compartir los costos de cara a 2012? Además, dice Blake que, para tener éxito en esa faena, “hay que darle vuelta a la página, en donde haya agravio, en donde haya sentimiento encontrado”. ¿Cómo lograrlo si al mismo tiempo se le meten zancadillas electorales al PRI? Sin embargo, siguen las señales cruzadas, pues tras la visita de Francisco Rojas a Los Pinos, el comunicado de Presidencia afirma que Calderón “manifestó la apertura de su gobierno para escuchar y valorar las propuestas que fortalezcan la Estrategia Nacional de Seguridad como una política del Estado mexicano” (16/VII/10).
Si Calderón en verdad quiere impedir el retorno del PRI a Los Pinos (según todo indica), y no logra el respaldo de ése y de otros partidos a su actual estrategia, le dará involuntariamente al PRI los votos de aquellos que asocian la narcoviolencia y la inseguridad respectiva a la falta de capacidad de los gobiernos del PAN, y piensan (con o sin razón) que un regreso del PRI podrá llevarnos a la situación donde la existencia inevitable del narcotráfico no era incompatible con la seguridad pública. Por ejemplo, en Chihuahua y Tamaulipas se responsabilizó de la violencia al gobierno federal panista, no a los estatales priistas.
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