Termina el corrido. Estallan los aplausos. Una voz pide más música. Otra exige que bajen el sonido porque tan fuerte ensordece. Al cabo de un breve silencio vuelven a oírse nítidos los ecos del trajín, los regateos, las conversaciones entre marchantes y compradores. Al fondo, muy leve, se percibe el rumor de los papeles tricolores con que cada septiembre se engalana la patria.
II
Un hombre pequeño y enjuto, vestido con chamarra y pantalones muy amplios, aparece en el mercado con una tablilla en la que exhibe bigotes falsos. Estefanía, la vendedora de flores artificiales y adornos septembrinos, lo reconoce:
–Dichosos los ojos, Pablito. ¿Qué milagro?
–Me vine para acá a ver si vendo algo, porque afuera no me ha caído nada.
–¿Trae pestañas vaciladoras?
–No. Ya no hay quien las haga.
–¡Lástima! Eran muy divertidas. Mis hermanos y yo nos las poníamos para ir a ver la iluminación. Como me da miedo salir de noche, este año sólo la he visto en la tele. Parece que está bonita.
–No sé. Tampoco he ido al Zócalo. ¿Y Cuco?
–Se fue por el almuerzo. Le pedí que me trajera gorditas de la Chata, pero como a él le fascina el sushi, quién sabe que me traerá.
–Su hijo ya ha de estar grande.
–Acaba de cumplir nueve años, pero se ve mayor porque ha crecido muchísimo. Hace días salió bailando en su escuela. Como hicieron el festival en la mañana, no pude ir a verlo por la chamba. Pero gracias a Dios la mamá de un compañerito le sacó una foto. Me la trajo en la mañana. Véala. Cuco es el de mero atrás. La maestra lo puso allí porque si lo colocaba adelante iba a tapar a los otros niños.
–De veras que el Cuco está grandote. ¿A quién salió?
–A su padre, ¿a quién más? Espero que sólo en eso se parezca a Rosendo, porque si no...
–¿Y él cómo está?
–¿Rosendo? ¿Quién sabe? Se largó a Beijing. Don Tiburcio, el dueño de los obreros, se lo lllevó para allá a trabajar en su taquería. Es la segunda que don Tiburcio abre en China.
–¿Y por qué mejor no la puso aquí?
–Porque allá los tacos son novedad y no hay competencia. Aquí, en cambio, todas las esquinas están vueltas comederos. Va uno caminando y nomás de oler las fritangas siente como si ya hubiera comido.
–Y a Rosendo, ¿tan siquiera le va bien allá?
–Creo que sí. según lo que me dijo la última vez que me llamó.
¿Y a usted, ¿qué tal..?
–Este mes, horrible. No puedo competir con los adornos y las banderitas chinas. Cuestan mucho menos de las que yo vendo, pero son de muy mala calidad. No duran. Eso a la gente no le importa, y menos saber que al comprar esos productos perjudican tanto al vendedor como al artesano. Fíjese y verá cómo ya no hay cartoneros, porque todo es de plástico y viene de China, hasta las banderas: ¿Me creerá si le digo que es lo que más me duele?
III
Junto a la puerta posterior del mercado se encuentra el basurero. Hay papeles, bolsas, tambos, huacales rotos, envases, restos de comida. De los montones de frutas y verduras caducas expuestas al sol se levanta un olor dulce y espeso que infesta la calle y envuelve a los pepenadores. En su mayoría son mujeres que van acompañadas por sus hijos. A señas, ellas les indican el sitio en donde deben hurgar en busca de algo que puedan consumir o vender.
El grupo de pepenadores trabaja de prisa, en silencio, indiferente al irritante zumbido de las moscas y a la agresividad con que los perros hociquean en la confusión de desechos. Un niño suspende su labor cuando descubre entre los desperdicios una corneta de plástico. La toma, se la lleva a los labios y sopla. El áspero sonido que produce lo hace sonreír y le devuelve por unos segundos su expresión infantil.
Alegre, el niño guarda el juguete en el bolsillo de su pantalón. Al descubrirlo su madre le pregunta para qué quiere esa porquería. El niño no se atreve a decirle lo que piensa (para jugar
). Obedece la orden y sigue recolectando hojas de lechuga, nabos y jitomates que tiñen sus manos de rojo.
IV
En el área de comidas preparadas del mercado hay ocho fondas. Sin muros divisorios, se distinguen unas de otras por el tono de los muebles, los adornos, los menús, las ofertas escritas sobre cartulinas.
Entre todos los fonderos hay un duelo encarnizado por atraer comensales. Para lograrlo, el propietario de La guapa de Sayula uniformó a sus cuatro empleadas con diminutos vestidos regionales y las hace levantar los pedidos al ritmo de El jarabe loco. La dueña de Estrellita del Sur dispuso que su personal lleve bigotes falsos, cananas terciadas al pecho y chaparreras (El que se atore y rompa algo, ¡lo paga!
). Con anuencia de su patrón, el encargado de Las Conchitas contrató a dos músicos que se desgañitaban inútilmente interpretando corridos de la Revolución, que alternan con frases picantes.
Santiago, el fondero más antiguo –Puro sabor del Bajío desde 1950
–, no encuentra la forma de contrarrestar esas que llaman competencias desleales. Se lamenta con Herminia, su esposa, de que antes todo era más noble. Nadie tenía que andar haciendo payasadas para atraer a los clientes. Para que su local estuviera repleto de la mañana a la noche a él le bastaba con preparar bien sus platillos y en septiembre, mes de sus mejores ventas, pararse junto a alguna mesa y ensalzar sus chiles en nogada.
Ahora los chiles que lo hicieron famoso en el mercado se descomponen bajo las capas de nogada a la velocidad con que las mesera del establecimiento vecino interpretan El jarabe loco y los días patrios se alejan.
A Santiago sólo le queda esperar la temporada de noviembre. Confía en que la ofrenda de muertos que acostumbra poner y los deliciosos panes que hornea atraigan a la clientela. Y si no lo consigue contratará a dos jovencitas para que bailen La llorona loca, vestidas con minitúnicas transparentes a la entrada de su fonda. Puro sabor del Bajío desde 1950
.
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