Pedro Miguel
Al margen de los
partidos políticos, los ciudadanos, predominantemente jóvenes, toman las
calles, y no única, ni preponderantemente, las capitalinas. En una de
las marchas van en reclamo de sus derechos de expresión e información;
en la que sigue, van en contra de un candidato y de los medios que lo
inventaron; en la tercera van a favor de otro. En todos los casos
expresan su repudio al sistema político. Despejan, con fluidez y
contundencia, los temores a la manipulación y a la provocación
–formulados por el que escribe–, rechazan el control de la vida
republicana por los intereses fácticos y por la clase política y ponen
el dedo en una vieja llaga: la función de la mayor parte de los medios
como barrera a la democratización. Difunden y generalizan un reclamo que
parecía constreñido a círculos opositores y a entornos académicos: no
puede haber equidad en las urnas si no hay equidad en las pantallas de
televisión y en las emisiones de radio, y no hay margen para comicios
limpios y creíbles cuando las encuestadoras orgánicas, en vez de
reflejar tendencias, se dedican a fabricarlas.
Más acá de la flagrante ilegalidad de la coacción y compra del voto, los aparatos de los partidos –de todos– incurren en prácticas de manejo de masas no muy lejanas de la ganadería, tan obsoletas como ofensivas, en la que el debate político se reduce a cero ante la urgencia pragmática de colmar la plaza, de exhibir un músculo corporativo basado en una impecable logística de transporte, en el reparto puntual de gorras, banderines, tortas y refrescos, en escenografías móviles y puestos de reparto de trípticos, en coros de consignas previamente ensayados y en la anulación de las convicciones y su conversión en coreografías patéticas con uniformes de plástico.
Ante los deprimentes espectáculos de campaña referidos, las marchas ciudadanas –que no pueden ser llamadas
apartidistaspor la simple razón de que las convoca el repudio a un candidato y su partido, o el respaldo a otro aspirante, postulado también por organizaciones partidistas– son una bocanada de aire fresco con voluntad de limpiar toda la atmósfera.
Pese a todo, ni en el movimiento #Yosoy132 ni en la #MarchaAntiEPN
hubo llamados a no votar o a anular el sufragio. Por el contrario, la
reivindicación generalizada ha sido
yo decido quién gobiernay
no a la imposición.
Presenciamos, en el vértigo de dos semanas, el surgimiento de un
movimiento que es antisistémico en la medida en que se manifiesta contra
las miserias de un sistema político inveterado, repelente a reformas
legales y alternancias, en el cual se encuentra intacta la capacidad de
los poderes fácticos de construir candidatos presidenciales (falta ver
si en esta ocasión logran, además, imponerlos, como lo hicieron en 1988 y
en 2006). Esta corriente es, adicionalmente, profundamente democrática,
por cuanto demanda que las decisiones electorales tengan lugar en las
urnas y no fuera de ellas.
Esta inesperada rebelión de mayo, fresca, juvenil y lúcida, puede ser
el factor decisivo de quiebre en el acontecer de la sofocante
institucionalidad política: la ruptura –nadie la desea violenta ni
insurreccional– que el país ha estado esperando desde hace muchos años.
Ojalá.
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