Cambio de Michoacán
El tema de los salarios es uno de los que pondrán a prueba al próximo gobierno encabezado por Andrés Manuel López Obrador. Sin duda, en lo inmediato, resolver acerca de la construcción del nuevo aeropuerto para la Ciudad de México es una cuestión primordial que implica desde ya un desafío mayor, dados los poderosos intereses que se encuentran vinculados al proyecto peñista en marcha; pero muy pronto habrá que atender las demandas de las mayorías que han depositado su confianza en que el cambio de gobierno, anunciado también como un cambio de régimen, deje atrás la etapa de oscuridad que se ha vivido durante cuarenta años, con un acelerado deterioro en las percepciones salariales y en las condiciones de trabajo.
Recientemente, en el mes de julio, la Organización para la Cooperación y
el Desarrollo Económico, OCDE, difundió su informe “Perspectivas del
empleo 2018”, un análisis comparativo de la situación laboral de los
países que la integran. Según ese estudio, México se encuentra en el
peldaño más bajo de la escala salarial, con un ingreso medio diario por
trabajador de 4.6 dólares, en tanto que el promedio de las economías del
organismo es de 16.8 dólares. Dinamarca es el país que registra el
nivel salarial más alto, con 29.8 dólares, más de seis veces lo recibido
por los trabajadores mexicanos (El Economista, 4 de julio de
2018). También en el salario mínimo nuestro país ocupa el peldaño
inferior dentro de esa organización de las economías más grandes del
mundo occidental, y uno de los más bajos entre las naciones
latinoamericanas. El salario mínimo mensual mexicano es de 147 dólares,
que representa sólo el 44 % del promedio latinoamericano, de 332 dólares
a diciembre de 2017.
No es un fenómeno nuevo. A esta situación
se ha llegado por dos vías, complementarias y congruentes, aplicadas
durante cuatro décadas contra el sector laboral: la fijación sistemática
del salario mínimo en niveles inferiores al de las tasas
inflacionarias, ya fueran éstas desbocadas, como en la década de los
ochenta, o más moderadas como en los periodos más recientes, y la
política oficial de topes aplicados a los salarios contractuales que operan en los sectores organizados de la clase obrera.
El tema de los salarios apareció en la reciente negociación del nuevo
tratado comercial con Estados Unidos y Canadá, planteado por los
sindicatos canadienses y el gobierno de este país. Los bajísimos
salarios mexicanos operan como un virtual subsidio para las
exportaciones de México hacia nuestros socios comerciales; pero también
implican límites a la capacidad de compra del mercado mexicano de las
exportaciones de las economías al norte de la nuestra, cuando de lo que
se trata es de constituir, según se ha planteado, el mercado más grande
del mundo. Esa capacidad de compra está concentrada en las capas de más
altos ingresos, en tanto que los grupos mayoritarios tienen acceso a las
manufacturas chinas o de otros países de Asia, mucho más baratas.
Por muchas razones, pues, incluso de orden internacional, la
actualización de los salarios en México es necesaria y urgente; pero
sobre todo porque la política en la materia hasta ahora ha representado
una auténtica injusticia para con las familias proletarias y una forma
salvaje de acumulación (por desposesión a los trabajadores) de capital.
El tema de los salarios fue planteado en tiempos recientes por el PRD
desde el Congreso y la jefatura de Gobierno de Miguel Ángel Mancera en
la Ciudad de México, pero sin resultados tangibles. De manera
oportunista y demagógica el PAN, el mismo PRD y sobre todo el PRI han
retomado la bandera; el partido del sol azteca plantea su duplicación, a
poco menos de 177 pesos, en tanto que el tricolor propuso en septiembre
pasado, en la Cámara de Diputados, elevar el salario mínimo al triple
de su nivel actual para que alcance los 265 pesos diarios, lo que jamás
planteó durante los últimos ocho lustros en que tuvo la mayoría de los
gobiernos, y las remuneraciones reales tuvieron una tendencia
constantemente descendente.
Incluso Gustavo de Hoyos,
presidente de la Confederación Patronal de la República Mexicana, ha
planteado que el sector productivo del país sí tiene la capacidad para
pagar a fines del presente año, en consonancia con los objetivos fijados
por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en materia de
desarrollo sostenido, un salario mínimo de 102 pesos, esto es, con un
incremento del 15 por ciento, y que este aumento no tendría efectos
inflacionarios.
Tan sólo en la última década, de acuerdo con los
datos aportados por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de
Desarrollo Social (Coneval), de 2007 a 2017, los salarios reales
perdieron el 26 por ciento de su valor; aunque su punto más bajo fue en
2014. Si en 2005 el salario mínimo era de 1 988 pesos mensuales, para
2014 era de 1 489 a precios fijos, iniciando una leve recuperación en
2015 para alcanzar 1 537 en 2017.
Desde luego que la realidad
laboral en la era del ultraliberalismo depredador ha llegado a niveles
antes inimaginables, y los salarios mínimos, de 88 pesos diarios, se
encuentran a una distancia abismal del mandato constitucional de que los
“salarios mínimos generales deberán ser suficientes para satisfacer las
necesidades normales de un jefe de familia, en el orden material,
social y cultural, y para proveer a la educación obligatoria de los
hijos”.
La irónica paradoja es que Basilio González Núñez,
presidente desde 1991 de la Comisión Nacional de Salarios Mínimos, gana
un salario bruto mensual de alrededor de 173 mil pesos.
El
equipo del próximo gobierno del país, especialmente la joven Luisa María
Alcalde, designada para ser la secretaria de Trabajo y Previsión
Social, ha planteado que la recuperación del salario mínimo será
paulatina a lo largo del sexenio para ubicarse al final de éste en 171
pesos más la tasa de inflación que se genere en ese periodo. Pero esa
recuperación se antoja demasiado lenta e insuficiente para la magnitud
de la injusticia social impuesta por el capital y sus representantes
gubernamentales en las más recientes cuatro décadas. Aun elevadas a esa
cifra, las retribuciones mínimas no serán suficientes para cumplir con
lo establecido en el artículo 123 de la Constitución.
Pero el
otro aspecto de la política económica es el de los topes salariales.
Éstos inauguraron en 1978, en el gobierno de José López Portillo, la era
de las políticas de inspiración neoliberal con el fin primordial de
controlar la inflación y, desde luego, de elevar la tasa de ganancia del
capital en un periodo de crisis, a costa de sacrificar el ingreso y el
consumo de las familias trabajadoras. Durante cuarenta años se han
mantenido con los mismos propósitos, afectando a los obreros y empleados
que no ganan el salario mínimo pero que tampoco pueden obtener
incrementos superiores a las tasas de inflación y casi siempre muy por
debajo de éstas.
Los topes se han aplicado en primera instancia a
los trabajadores del mismo Estado y de las empresas del sector público
descentralizado, peso se extienden también a los del sector privado. Muy
pocas veces los sindicatos en éste han logrado obtener incrementos más
allá de lo establecido como porcentaje tope en las retribuciones al
trabajo.
Los efectos conjuntos de la política depredadora en los
salarios mínimos y contractuales han sido —aun dejando de lado el
generalizado desempleo— lanzar a las mujeres e hijos de las familias
proletarias a buscar ingresos complementarios, el acrecentamiento de la
economía informal y de la delincuencia común u organizada. ¿En qué
medida tales aspectos de la política económica han contribuido a la
descomposición del tejido social? Al parecer, las estadísticas no la
registran, pero la vinculación entre ambos fenómenos es muy visible.
La pregunta aún sin respuesta es si el próximo gobierno, que ofrece
atender demandas de carácter popular pero ha fortalecido sus vínculos
con el sector empresarial nacional y extranjero, seguirá aplicando, más
allá de la anunciada política de salarios mínimos, la de los topes
salariales, una de las expresiones más lacerantes de la ideología
monetarista neoliberal y de la injusticia social. Es necesario que los
voceros y los llamados como funcionarios a atender la economía y la
política laboral en la inminente administración de Andrés Manuel López
Obrador, se pronuncien al respecto; pero sobre todo, que los sindicatos y
fuerzas organizadas de la sociedad exijan poner fin a esas políticas
antilaborales, incluso antisociales, para dar paso a un auténtico y
necesario proceso de redistribución de la riqueza en nuestro país, tan
vergonzosamente desigual.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH
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