Epigmenio Ibarra
“Siempre he creído que es falso el nombre
que nos dan: emigrantes. Eso esta bien para
los que dejan su país. Pero nosotros no lo
abandonamos para escoger otras tierras…
Simplemente huimos, nos echaron, nos
desterraron”
Bertold Brecht
El mundo entero presta atención, conmovido y horrorizado, a la
tragedia de los migrantes que se ahogan en el Mediterráneo. Las imágenes
de los barcos yéndose a pique, de los cadáveres llegando a las playas
de Europa ocupan las primeras planas de los diarios y los espacios
informativos más importantes de la TV mundial. Poco o nada se dice en
cambio de las decenas de miles de migrantes centroamericanos que, en su
travesía por México, son devorados por el mar embravecido de la
violencia y la corrupción en nuestro país.
Esta crisis humanitaria, esta catástrofe de
proporciones bíblicas se produce, paradójicamente, en un país en el que
el 25% de su población (34.6 millones de personas, según el último
censo), expulsada por la pobreza, la falta de oportunidades y la
violencia, ha emigrado a los Estados Unidos o ha nacido ahí de padres
indocumentados. Esta tragedia de los migrantes centroamericanos no ha
ocasionado reacciones ciudadanas masivas, no ha despertado la
solidaridad y la indignación colectivas, no ocupa la atención de los
medios de comunicación y menos todavía la de régimen.
Sólo ante una masacre como la de San Fernando en
Tamaulipas, donde fueron asesinados 72 migrantes, es que el horror y la
indignación invaden por unos cuantos días a la sociedad mexicana. Pueden
más la indiferencia y la innegable, aunque soterrada, xenofobia
colectivas. Todo se olvida muy pronto. Nadie, por ejemplo, alzó la voz
para denunciar la infamia del gobierno de Felipe Calderón que permitió
el traslado de los cuerpos de los migrantes masacrados, desde Tamaulipas
a la Ciudad de México, en un camión de carga sin refrigeración, sin
escolta alguna y que chocó antes de llegar al servicio médico forense.
Nadie sabe los nombres de los asesinados, ni si los procesos de
reparación del daño se han cumplido. A nadie preocupa que no existan
hoy, 8 años después, las mínimas garantías para la no repetición de los
hechos.
Washington nos impuso, a México y a toda América
Latina, tiranías y guerras en defensa de su seguridad nacional; nos ha
impuesto la guerra contra las drogas y ahora pretende que hagamos
nuestra la guerra contra la migración y nos encarguemos de alzar un
muro, tan oprobioso e irracional como el de Trump, en nuestra frontera
sur. Calderón y Enrique Peña Nieto no dudaron en cumplir con esa tarea.
Sometidos a los designios del gobierno norteamericano se convirtieron en
gendarmes migratorios y se encargaron de hacer a nuestros hermanos
migrantes centroamericanos lo que, cruzando el río Bravo, le hacen los
estadounidenses a nuestros compatriotas.
Quienes desde Honduras, El Salvador y Guatemala
intentan llegar a los Estados Unidos a través de México son –lo han sido
desde hace décadas- las víctimas invisibles de una amplia y creciente
gama de crímenes desde el momento mismo en que cruzan el río Suchiate. Las autoridades migratorias los vejan y extorsionan, los cuerpos policiacos los
roban, las unidades militares los torturan y abandonan a su suerte, los
traficantes de personas los esclavizan, los narcos los usan, los
desaparecen y los matan. Los medios los ignoran y muchas mexicanas y
mexicanos, que tienen incluso parientes que cruzaron la frontera norte
sin papeles, en busca de una vida mejor, los discriminan o se mantienen
por completo indiferentes a su tragedia.
En Honduras, desde donde se aproxima a nuestra
frontera una caravana con más de 3 mil integrantes que pretende llegar a
los Estados Unidos, el impacto corrosivo de la política exterior de
Washington ha sido brutal. En los inicios del siglo XX, la United Fruit
Company arrebató sus tierras a millones de campesinos y los condenó a la
miseria; entre1980 y 1989, la CIA y el ejército norteamericano usaron
al país como plataforma para la contrarrevolución nicaragüense y -para
financiar esa operación- abrieron las puertas de Honduras al
narcotráfico. A mediados de la década de 1990, desde los Estados Unidos,
donde se conformó siguiendo el ejemplo de las pandillas, llegó,
la exportaron los norteamericanos al deportar a sus lideres que habían
sido encarcelados y para sentar sus reales en Centro America la mara
salvatrucha. Las familias que forman parte de la Caravana Migrante huyen
pues de una pobreza, de una violencia, que les ha sido impuesta. El
gobierno norteamericano está en deuda con todos ellos.
Yo conozco Centro América como la palma de mi mano.
Amo y respeto a su gente y me siento, como mexicano, avergonzado y en
deuda con ellos por la forma en que los hemos tratado. En esas tierras, a
las que debo lo que soy, en esas guerras, conocí lo mejor y lo peor de
los hombres; la más abyecta de las villanías, el más excelso
heroísmo. Ahí se produjeron, entre 1979 y 1992, hechos que cambiaron
para bien la historia de América y del mundo a costa de un enorme
sacrificio de las y los centroamericanos que son, en su inmensa mayoría,
trabajadores infatigables que ni se resignan ni se arredran ante las
dificultades extremas. Su contribución al desarrollo de los Estados
Unidos es tan importante como la que han hecho a ese país nuestros
compatriotas que se vieron obligados a cruzar la frontera. Como nuestros
paisanos, sólo buscan el bienestar y las oportunidades que su tierra
les ha negado. Como cualquier ser humano tienen derecho a una vida
mejor.
Ni con el muro de Trump en la frontera norte ni con
gendarmes que le hagan el trabajo sucio en el sur se va a detener el
fenómeno migratorio. Al ser humano no lo detienen, cuando quiere
sobrevivir, unas líneas punteadas en un mapa. Según un estudio del Banco
Mundial, la migración crece sin parar. En 1960 fueron 71.8 millones de
migrantes; en 1970, 78.3; en 1990, 152.2; en el 2000, 172.2 y en 210,
221.2 millones. Donald Trump esta empeñado en una cruzada contra
los migrantes, en una guerra santa que está condenado a perder y en la
que nosotros, las y los mexicanos, no debemos involucrarnos. Hacerlo
sería tanto un crimen de lesa humanidad como un suicidio. ¿Con qué
derecho, con qué cara podemos alzar la voz en defensa de nuestros
compatriotas víctimas de la discriminación, la intolerancia y la
xenofobia si a otros, en la misma situación que ellas y ellos, les
cerramos las puertas o los abandonamos a su suerte mientras cruzan
nuestro país?
Viene la Caravana desde Honduras. Enrique Peña Nieto,
el mismo que ayudó a Donald Trump a llegar a la presidencia de los
Estados Unidos, al recibirlo con honores de jefe de Estado cuando
apenas era candidato, está listo para cometer una nueva traición y
cerrarle la puerta a quienes huyen de la pobreza y la violencia. Inútil
exigirle que actué con dignidad, con humanidad, con la generosidad que
debe caracterizarnos siendo como somos un país de migrantes. Ya se va
EPN y así comienza la demolición de un régimen del que también han sido
víctimas los migrantes centroamericanos. Soplan en México vientos de
libertad y a Andrés Manuel López Obrador y su gobierno, parafraseando a
Monseñor Oscar Arnulfo Romero, nos toca pedirle, exigirle, ordenarle:
déjenlos pasar.
TW: @epigmenioibarra
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