Conscientes del poder que ejercen sus palabras en la sociedad, pero
sobre todo en dueños y directivos temerosos de perder los ingresos por
publicidad oficial, y aún más por los negocios que, apuntalados en la
fuerza de titulares del día y primeras planas, nada tienen que ver con
el periodismo, los presidentes saben dar el manotazo sobre la mesa y
quien los desafía padece las consecuencias.
Frente a eso, son numerosas las expresiones de conformismo proferidas
por intelectuales de una y otra orientación, dueños de medios,
concesionarios de radio y televisión, directivos y aun de periodistas
que prefieren hacerse de la vista gorda, comodinos, poco solidarios ante
los actos de censura, e inclusive, ante la violencia contra los
compañeros de gremio: “antes era peor”, “hoy se publica lo que sea”,
etcétera.
La violencia que vino con el accionar de gobierno de Felipe Calderón,
incluyó entre las víctimas a cientos de periodistas, pero eso no fue
motivo de atención presidencial en uno ni otro sexenio. Calderón,
reunido con empresarios en Cancún en 2009, acusó a la prensa de sólo
publicar malas noticias. Hablar bien o hablar mal de México, el problema
de la violencia visto sólo como de percepción, que tiempo después
derivaría en la campaña servil de la Canaco-Servytur “Hablemos bien de
México” y en el rastrerismo empresarial de medios plasmado en el
“Acuerdo para la Cobertura Informativa de la Violencia”.
No sería el único reclamo de Calderón y así fue Peña Nieto, que lo
anticipó desde el 6 de diciembre de 2012, apenas iniciando el mandato,
cuando dijo a la fuente presidencial que los medios eran una fuente
importante de información para atender problemas, pero trazando clara la
línea:
“Todo esto hay que irlo reorientando. Espero que encontremos espacios
de comunicación muy equilibrados entre lo que debe atenderse, lo que a
veces no son muy buenas noticias, pero también, de las muy buenas
noticias que México deba conocer”.
Proceso, como ocurrió desde su origen, fue sometido
la mayor parte de los años desde la llamada alternancia, al castigo
publicitario; resistió la demanda de la primera dama, Marta Sahagún;
padeció abiertas campañas de desprestigio del gobierno de Calderón; en
el peñanietismo, fue calificado de “enemigo” y “oposición”.
La alternancia tuvo muchos episodios de censura: el despojo de Canal
40; el caso Gutiérrez Vivó con quiebra por castigo publicitario y
censura; y naturalmente, la embestida a Carmen Aristegui: extinción de
Círculo Rojo; su salida de Grupo Imagen en 2001; de W Radio en 2008; el
despido y contratación en MVS en 2011, de donde finalmente salió en
2015, tras publicar el reportaje “La Casa Blanca de Peña Nieto”.
Acostumbrado a ir al Estado de México cada que tenía problemas (por
su apapacho clientelar para la autoestima), Peña Nieto declaró en una
concentración multitudinaria en noviembre de 2014, que por la Casa
Blanca y las movilizaciones de Ayotzinapa, había quienes intentaban
descarrillar la acción transformadora de su gobierno. Con ello, puso la
marca sobre Carmen y crecieron las presiones contra aquellos que, en la
elite peñanietista, eran conocidos como “El eje del mal”: es decir,
Aristegui, Proceso y Reforma.
Hoy, el regreso de Aristegui a la radio comercial marca la superación
de un período detestable, al menos en lo que se refiere a la hostil
conducta del peñismo contra las libertades de expresión e información.
Personalmente, me congratulo por ello.
También, inicia otra etapa, con Andrés Manuel López Obrador. Lo
precede un historial pendenciero en su relación –más o menos justificado
durante la etapa de opositor bajo hostigamiento desde el poder que
instrumentaliza a los medios– y la reiterada promesa de no censurar,
pero que no termina de dejar atrás la reacción a las frecuentes críticas
a la cobertura periodística y la opinión, por ahora señaladamente sobre
Reforma y la descripción intangible de la “prensa fifí”.
Como en otros períodos, la promesa presidencial (o del presidente
electo) de libertad de expresión en paralelo a la actitud que confronta a
aquel sector de la sociedad que lo apoya, contra quienes
periodísticamente o no, lo cuestionan y, sobre todo, en un país
presidencialista, marca una línea. Pero este tema, por lo temprano, debe
esperar.
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