uién sabe. La moneda está en el aire y es posible que en un par de años estemos unos grados más abajo en este deterioro regresivo que le ha impuesto al país un pequeño grupo de potentados, caciques y logreros políticos, y que asistamos, con la rabia convertida en depresión y náusea, a un episodio más de recambio de complicidades en las cúpulas de las instituciones, a un nuevo cambio de colores y estilos en la peor de las delincuencias organizadas, que es la delincuencia de Estado. Es una posibilidad, claro, pero eso no es un rumbo inexorable.
Por muchos años ese grupo gobernante le ha hecho creer al grueso de la población que es imposible introducir la más pequeña de las variaciones en el proyecto político que nos ha sido impuesto, y mucho menos operar un cambio general –y radical, aunque suene feo– en el orden de las prioridades gubernamentales. Más aún, se ha inoculado en millones de personas la convicción fatal de que la economía y la política existentes son las únicas posibles, que fuera de ellas no hay la menor esperanza de realización personal y que más vale resignarse a la búsqueda de oportunidades individuales en las leyes de la jungla universales y omnipresentes:
–¿Sacar al PRIAN del poder? ¿Hacerle competencia a Coca-Cola? ¿Vivir sin Televisa? ¿Quedarse al margen del sistema financiero? En qué cabeza cabe. Sé el mejor, aplasta a tus competidores, dónale al Teletón si sientes remordimiento por el mar de desdicha que hay a tu alrededor y no te metas en problemas.
Pero la moneda está en el aire y también es posible que los poderes políticos y empresariales sucumban por efecto de su propia gula infinita, que la enfermedad de la corrupción los hunda en una guerra fratricida y que la situación de calamidad a la que han llevado a la República fermente en fenómenos (más) autoritarios y abiertamente dictatoriales capaces, esos sí, de garantizar orden público y tasas de rendimiento. Desde tiempos de Echeverría y de López Portillo se viene diciendo que el país ha tocado fondo y que nada de lo que venga puede ser peor. Pero cada uno de los sexenios posteriores ha dejado a México en simas más profundas, en caídas económicas más y más graves, en pantanos de corrupción más asombrosos, en torpezas e insensibilidades administrativas más exasperantes, en extremos sin precedente de discrecionalidad, abuso y atropello.
El país no ha tocado fondo y las cosas pueden ir a peor, es cierto. Peor que con De la Madrid. Peor que con Salinas. Peor que con Zedillo y que con Fox. Peor que con Calderón, que ya es como decir lo peor de lo peor. El discurso oficial –el de todos esos, por ejemplo– afirma que nada es posible fuera del desorden neoliberal y antidemocrático establecido. La experiencia indica que el cambio sí es posible, pero, hasta ahora, ha sido para empeorar. El corolario deseado es que más vale no moverle y resignarse a lo que hay. En la medida en que el grupo en el poder siga teniendo éxito en hacer creer esta mentira, el rumbo del país irá, efectivamente, de mal en peor.
Existe, sin embargo, otra posibilidad: que la gente, acicateada por el desempleo, la carestía, la inseguridad, los atropellos y la arrogancia de los gobernantes, descubra el gran engaño de la supuesta fatalidad, se decida a ser protagonista de la historia y se proponga imprimir en el país un rumbo favorable: llevar al poder público un proyecto político que ponga en el primer lugar de las prioridades el bienestar de la población, ponga límites a las potestades de facto de los conglomerados empresariales, emprenda la limpieza de la administración y se deslinde de las complicidades con el pasado institucional y con el presente delictivo.
Claro que se puede y hay, para ello, un camino transitable: el de la organización y la lucha civil pacífica. Si se logra este vuelco en las conciencias, es posible y probable que en cosa de dos años, tal vez antes, tal vez poco después, estemos en plena tarea de ordenar, humanizar, sanear y dignificar el gobierno. Va un abrazo afectuoso para los que sigen en huelga de hambre: Mónica, Judith, Tere, Isabel, Elena, Karla, Diana, Iris, Cielo, Alejandra, Evelyn, en Insurgentes y Reforma; Luis Rolando, José, Pedro, Sergio, José Juan, en San Lázaro, y Alejandro, Carlos, Lourdes, Ricardo y otros dos, en Pachuca. Ellos son, en estos días, los profetas del cambio que necesitamos.
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