8/20/2013

Cultura de la corrupción



 José Antonio Crespo

La transición política mexicana se ha traducido en una mayor transparencia sobre el uso de recursos públicos, pero no ha permitido avanzar significativamente en el combate a la corrupción, porque sigue prevaleciendo la impunidad. Esos males, corrupción e impunidad, van de la mano y se refuerzan mutuamente. Los múltiples escándalos de los gobernadores y el uso discrecional y opaco de recursos en las cámaras legislativas no son sino ejemplos de lo que ocurre en diversos niveles de gobierno y la administración pública. Y también, hay corrupción en trámites y relaciones burocráticas entre ciudadanos y empleados, así como entre políticos y empresarios. El problema no es exclusivo de México, pero está tan arraigado que no se ve con claridad cómo pueda resolverse, así sea de manera relativa. Se supone que la democracia está diseñada justo para prevenir, detectar y en su caso castigar el abuso de poder (una de cuyas expresiones es la corrupción). Tanto la división de poderes estatales como el pluralismo político y la competencia partidista son un dispositivo para combatir la corrupción. Ya tenemos eso, pero nada. Continúa la corrupción y la impunidad, salvo en pocos casos excepcionales que no contribuyen a detener o modificar el fenómeno.

Parte del problema está en que es el Ejecutivo quien tiene la última palabra sobre cuándo y hacia quién se aplica la ley, y con quiénes se mantiene la impunidad. Eso garantiza, desde luego, que no pueda llamarse a cuentas al propio titular del Ejecutivo (un elemento definitorio de la democracia), y en seguida que las decisiones al respecto se tomen con un sentido exclusivamente político. Así, si no hay voluntad política del presidente en turno para llamar a cuentas a alguien, no ocurrirá. Por ejemplo, cada presidente difícilmente se atreverá a llamar a cuentas a algún antecesor, aunque haya elementos de sobra para ello, pues sentaría un precedente sano para la sociedad, pero que podría venirse en contra de quien tomara dicha decisión. Así, seguramente hubo algún acuerdo de impunidad entre Vicente Fox y Ernesto Zedillo, entre Felipe Calderón y Fox, y quizá entre Enrique Peña Nieto y Calderón. En otros países democráticos la iniciativa puede y suele surgir de otras instituciones; el Congreso o Parlamento tienen la fuerza suficiente para iniciar una investigación con posibilidades de culminar, incluso sobre el jefe de gobierno vigente. Eso es algo que aquí falta, y se supone que se pretende corregir con la instalación de una Comisión Nacional Anticorrupción que gozaría de suficiente autonomía respecto de los poderes formales; habrá que ver si así ocurre, pero se ve difícil. En todo caso, quizá sería mejor dar dientes suficientes a la Auditoría Superior de la Federación (si bien depende del Legislativo, y sabemos que los partidos también gustan de intercambiar cartas de impunidad).

Pero el principal problema es cultural. Se supone que la cultura debe cambiar con modificaciones institucionales adecuadas, que transforman los incentivos de los comportamientos sociales (o mejor, antisociales) tanto de ciudadanos como de gobernantes. Pero esas reformas en México rápidamente se desvirtúan, justo por la fuerza de la cultura que se impone sobre las instituciones. Y es que opera un círculo vicioso a lo largo y ancho de la sociedad; incurrir en corrupción no es castigado sistemáticamente, y en cambio apartarse de ella genera costos, a veces elevados (pago de multas, empantanamiento burocrático, pérdida de oportunidades). Por lo cual, aceptar y transigir con la corrupción se vuelve racional, mientras que el comportamiento legalista y la honestidad se vuelven contraproducentes. De ahí la dificultad de que sean los ciudadanos, inermes frente a las autoridades e instituciones, las que rompan ese círculo vicioso de la corrupción e impunidad. Los pocos que quieren jugar al héroe de la ética pagan caro su osadía, sin por ello lograr ningún cambio significativo. Quienes podrían romper ese círculo son los miembros de la clase política; justo los más beneficiados de la corrupción y por ende, los menos interesados en terminar con su vigencia. De ahí la dificultad de salir de ese endémico como abrumador vicio, para saltar a un auténtico desarrollo económico, social y político. Ninguna proyección optimista sobre el futuro de México tendrá posibilidades reales en tanto no se corte con ese círculo de la corrupción e impunidad.

 
cres5501@hotmail.com
Investigador del CIDE

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