Sobran palabras para describir a Woody Grant
(interpretado por el legendario Bruce Dern): cínico, alcohólico,
distraído, lento, seco, testarudo, medio sordo, algo senil…. viejo. Al
inicio del filme, la toma se abre (con una hermosa fotografía siempre
en blanco y negro) para ver a nuestro personaje errante por alguna
carretera de su natal Billings, Montana, en Estados Unidos. Un
patrullero lo detiene en su taciturno andar y le pregunta, “¿Hacia
dónde va?”.
Como toda buena road-movie que se respete, en Nebraska (séptimo largometraje del también oriundo de aquel estado, Alexander Payne) lo que importa no es el destino sino el viaje por sí mismo.
Woody, hombre de edad avanzada, casado y con dos hijos ya grandes, ha recibido por correo una carta donde le aseguran ser el ganador de un millón de dólares; se trata de la clásica treta (muy en boga hace algunas décadas) donde diversas editoriales enviaban estas cartas para hacerse de suscriptores de revistas. La edad, la inocencia, o alguna combinación de ambas hacen que el siempre testarudo Woody no sólo crea en el engaño sino que tome la decisión de ir, así sea caminando, hasta el estado de Nebraska para cobrar su premio.
Ni su siempre hiriente esposa (la también fantástica June Squibb) ni sus hijos pueden convencerlo de que todo es una farsa y que no hay tal premio. Resignado, su hijo menor, David (sorprendente Will Forte), decide llevarlo en automóvil hasta Nebraska para que se convenza por si mismo de la realidad.
Como el género lo demanda, el viaje eventualmente hará que los lazos entre padre, madre e hijos se refuercen, sin embargo Payne no suelta prenda tan fácil: siempre en un tono que evita la cursilería barata, apoyado en la sobriedad que le impregna el blanco y negro de la fotografía (cada fotograma es una obra de arte a cargo de Phedon Papamichael) y lo brillante de las actuaciones, la película se convertirá en un viaje a lo que suele llamarse “la América profunda”.
Obligados a hacer una parada en el pueblo natal de Woody, Payne retrata a una Norteamérica fría, aletargada, que ante el desempleo se embrutece con alcohol o televisión; un Estados Unidos que le ha fallado a sus otrora héroes de guerra que ahora son ancianos sin futuro, con escasos beneficios, que deambulan entre un pueblo fantasma que supo de tiempos mejores pero en el que nada indica que las cosas vayan a mejorar.
Sin conformarse nunca con los convencionalismos del género, la película rota entre drama y comedia siempre con una elegancia suprema. La gente del pueblo, al enterarse de la supuesta fortuna de Woody, saca rápidamente el cobre: lo mismo lo felicitan que le toman fotos para el periódico local aunque, acto seguido, comienzan a acercarse -cual buitres- a exigir refrendos por supuestos favores o deudas de antaño.
Al tiempo, David terminará abriendo la caja fuerte de recuerdos en la que se ha convertido su padre; así, luego de la primera cerveza, sabrá sobre el heroico pasado de su progenitor, sobre su decidido alcoholismo, sobre su vocación de mujeriego y sobre la razón por la cual se decidió a tener hijos.
En este depurado estudio de personajes y relaciones, Payne puede ser tan rudo como complaciente: si bien evita que jamás veamos una catarsis en la nueva relación entre padre e hijo (nunca los veremos abrazados o soltando un “te quiero”), tampoco puede evitar -rumbo al final- ceder un poco a favor de Woody en una escena donde no podemos sino sentirnos felices por aquel viejito testarudo, alcohólico, cínico, pero que también puede ser ingenuo, noble, entrañable, tenaz y por supuesto, ganador.
Nebraska. (Dir. Alexander Payne)
3.5 de 5 estrellas.
Como toda buena road-movie que se respete, en Nebraska (séptimo largometraje del también oriundo de aquel estado, Alexander Payne) lo que importa no es el destino sino el viaje por sí mismo.
Woody, hombre de edad avanzada, casado y con dos hijos ya grandes, ha recibido por correo una carta donde le aseguran ser el ganador de un millón de dólares; se trata de la clásica treta (muy en boga hace algunas décadas) donde diversas editoriales enviaban estas cartas para hacerse de suscriptores de revistas. La edad, la inocencia, o alguna combinación de ambas hacen que el siempre testarudo Woody no sólo crea en el engaño sino que tome la decisión de ir, así sea caminando, hasta el estado de Nebraska para cobrar su premio.
Ni su siempre hiriente esposa (la también fantástica June Squibb) ni sus hijos pueden convencerlo de que todo es una farsa y que no hay tal premio. Resignado, su hijo menor, David (sorprendente Will Forte), decide llevarlo en automóvil hasta Nebraska para que se convenza por si mismo de la realidad.
Como el género lo demanda, el viaje eventualmente hará que los lazos entre padre, madre e hijos se refuercen, sin embargo Payne no suelta prenda tan fácil: siempre en un tono que evita la cursilería barata, apoyado en la sobriedad que le impregna el blanco y negro de la fotografía (cada fotograma es una obra de arte a cargo de Phedon Papamichael) y lo brillante de las actuaciones, la película se convertirá en un viaje a lo que suele llamarse “la América profunda”.
Obligados a hacer una parada en el pueblo natal de Woody, Payne retrata a una Norteamérica fría, aletargada, que ante el desempleo se embrutece con alcohol o televisión; un Estados Unidos que le ha fallado a sus otrora héroes de guerra que ahora son ancianos sin futuro, con escasos beneficios, que deambulan entre un pueblo fantasma que supo de tiempos mejores pero en el que nada indica que las cosas vayan a mejorar.
Sin conformarse nunca con los convencionalismos del género, la película rota entre drama y comedia siempre con una elegancia suprema. La gente del pueblo, al enterarse de la supuesta fortuna de Woody, saca rápidamente el cobre: lo mismo lo felicitan que le toman fotos para el periódico local aunque, acto seguido, comienzan a acercarse -cual buitres- a exigir refrendos por supuestos favores o deudas de antaño.
Al tiempo, David terminará abriendo la caja fuerte de recuerdos en la que se ha convertido su padre; así, luego de la primera cerveza, sabrá sobre el heroico pasado de su progenitor, sobre su decidido alcoholismo, sobre su vocación de mujeriego y sobre la razón por la cual se decidió a tener hijos.
En este depurado estudio de personajes y relaciones, Payne puede ser tan rudo como complaciente: si bien evita que jamás veamos una catarsis en la nueva relación entre padre e hijo (nunca los veremos abrazados o soltando un “te quiero”), tampoco puede evitar -rumbo al final- ceder un poco a favor de Woody en una escena donde no podemos sino sentirnos felices por aquel viejito testarudo, alcohólico, cínico, pero que también puede ser ingenuo, noble, entrañable, tenaz y por supuesto, ganador.
Nebraska. (Dir. Alexander Payne)
3.5 de 5 estrellas.
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