Señora, créame: a nadie
le importó lo que estaba diciendo. Me oían como si les hablara en otro
idioma. Varias veces tuve ganas de quedarme callado pero seguí hablando.
A pesar de mis emociones, creo haberme expresado bien, sin exageración,
en los términos necesarios. No me califico de orador ni muchísimo
menos, pero cuando abro la boca procuro tener muy claro lo que voy a
decir. En este caso –me refiero a lo que acababa de ocurrirme– lo sabía
muy bien. Es más, en todo el viaje de regreso estuve pensando en las
palabras y el tono que iba a emplear cuando les dijera a mis amigos lo
que me sucedió.
Ellos me pidieron que al volver los llamara para reunirnos. Estuve de
acuerdo. Deseaba compartirles la experiencia de un viaje que aplacé
durante años. No fue como la había imaginado, de encuentro, sino todo lo
contrario: de pérdida. Aún así quise comunicárselas por la misma razón
que les he participado tantas otras: porque somos amigos. No me
entendieron. Lo supe por sus reacciones: unos me escucharon con una
sonrisita burlona o incrédula –tal vez ambas cosas–; otros me
preguntaron si seguía tomando mis antidepresivos y si estaba durmiendo
bien. No faltó quien se quedara mirándome en busca del punto en mi
cabeza donde supone que está incubándose mi locura.
II
Nunca antes habían actuado de esa manera. Mis amigos
siempre se mostraron solidarios conmigo ante todas las pérdidas, aun las
más pequeñas: cuando no los lentes, las llaves, la pluma, mi cartera,
un botón, mi credencial, mi periquito australiano. Se llamaba Pachucho.
Señora, ¿se imagina lo que fue dar con él? Un trabajo de todos los
diablos, pero lo encontraron. ¿Sabe en dónde? Dentro de una olla de
peltre en la cocina de mi casa. Jamás se me ocurrió mirar allí.
A veces uno busca algo, se angustia, y en medio de la desesperación
no se da cuenta de que lo que supone extraviado está a la vista, a un
metro de distancia. Al menos en mi caso, pienso que esa conducta surge
del temor a olvidar que sentimos los viejos, y a la falta de confianza
en nuestras facultades.
Respecto a la pérdida que acabo de sufrir no caben esas
justificaciones. ¡Lástima! Sería mucho más fácil y menos doloroso
achacar el extravío a
motivos naturales, pero no es así. El hecho es concreto y lo digo con todas sus letras: perdí mi pueblo, ese del que salí cuando tenía cinco años y al que pude volver con la imaginación todas las veces que me sentí perdido, solo, arrojado de un mundo que a veces no comprendo.
Aquel retorno imaginario, tan estimulante, ya es imposible. De
mi pueblo no queda nada: ni tapias, ni muros blancos, ni el empedrado,
ni las ventanas con barrotes, ni la zapatería con una changuita vestida
columpiándose en el aparador, ni la cantina del Diablo, ni El Resbalón,
ni la casa de las Martínez, ni los árboles de clavo en el zócalo, ni la
fuente en el Pueblito –el otro jardín.
Tal vez hice mal en volver, pero tenía que hacerlo, aun a sabiendas
de que no iba a encontrar a familiares o conocidos. Los que no emigraron
están sepultados en el panteón. No me atreví a visitarlo, pero lo
recuerdo árido, con la reja caída, hierbas silvestres entre las tumbas y
un pirul con las ramas bajas que daba sombra a perros esqueléticos,
indiferentes al goteo de bolitas rojas sobre sus lomos magullados.
III
No me malinterprete, señora. Que le haya dicho que no
queda nada de mi pueblo no significa que una bomba atómica lo haya
pulverizado. No, el pueblo está allí, donde estuvo y estará siempre,
sólo que yace deforme, asfixiado por algo así como una inmensa costra
integrada por casas divididas, interminables hileras de establecimientos
donde se exhiben los mismos productos chinos, refaccionarias, puestos
miserables, comederos, pollerías. Contribuyen al nuevo rostro del pueblo
casas de cambio –¡Dólares!–, una agencia de teléfonos celulares, un
café-internet y uno o dos restaurantes que ofrecen un menú de pizzas y
hamburguesas.
IV
Cumplí el compromiso que hice con mis amigos antes de
irme. Al regresar me reuní con ellos para hablarles de mi experiencia.
Ya le dije, señora, que reaccionaron como no imaginé: con indiferencia,
burla, suspicacia. No esperaba que me quitaran la sensación de pérdida
(porque eso nadie podrá hacerlo), sólo quería que me ayudaran a entender
o a aceptar un hecho que significa para mí algo tan doloroso como ver
morir otra vez a los seres queridos.
V
Mientras hablaba con usted, señora, recordé que por
encima de todo lo que asfixia al antiguo pueblo quedan la torre de la
iglesia, el quiosco, troneras en lo alto de un muro espeso, un portón
con herrajes, la entrada a la botica, la Soledad, las nubes pasajeras y
los tordos. Con esos elementos me bastará para reconstruir mi pueblo
imaginario.
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