Carlos Bonfil
La Jornada
Los abrazos rotos. En su vigésimo largometraje, Julieta, inspirado
en tres relatos de la canadiense Alice Munroe (premio Nobel 2013),
Pedro Almodóvar regresa a esa opción estilística de sobriedad dramática
que maneja con mayor maestría y que muchos seguidores más le agradecen,
la misma de melodramas como Volver y Todo sobre mi madre, sólo
que ahora inclina la carga del dolor femenino del lado de la fatalidad.
Los diálogos y las ocurrencias humorísticas son escasos en esta cinta, y
lo que prevalece, en cambio, es una emoción contenida, muy bien
calibrada. La misma que preside a la redacción de una larga carta que la
protagonista, Julieta Arcos (Emma Suárez) escribe a su hija ausente,
quien, sin motivo aparente, abandonó el hogar 12 años antes, cuando
ambas compartían el duelo por la muerte accidental de Xoan, el padre y
esposo adorado.
En su carta, la mujer desgastada por la edad y el infortunio
acumulado, evoca a la Julieta joven (Adriana Ugarte), quien leyendo en
un tren un libro sobre la tragedia griega está lejos de imaginar que el
resto de su vida estará marcado precisamente por la fatalidad. Las
primeras señales son ominosas. En el tren un hombre desconocido la
aborda con deseos de aliviar en una conversación el peso de su soledad.
Ella se resiste desconfiada, sólo para descubrir más tarde que el hombre
ha tomado una decisión fatal de la que ella se siente oscuramente
responsable. Su encuentro con Xoan abrirá un intermedio de dicha
doméstica que no tardará en cerrar y ensombrecer la turbia presencia de
Marian (Rossy de Palma, formidable), sirvienta inspirada, de modo
transparente, en la señora Danvers (Judith Anderson), el ama de llaves
de Rebecca (Hitchcock, 1940).
A medida que Julieta recuerda en su carta los episodios misteriosos
que contribuyeron a su desdicha actual, a su estado de total
abatimiento, sus sentimientos de culpa se incrementan y su desasosiego
moral se acentúa. Almodóvar concentra su talento en escudriñar en el
mismo rostro vencido de la protagonista el misterio y complejidad de las
relaciones afectivas que por un simple azar pueden transitar de la
felicidad a la desdicha, y oponer de un plano a otro la lozanía de la
Julieta joven, con su cuerpo y rostro seductores, al de una Julieta que
en el espejo contempla los estragos de la edad y la derrota sentimental.
Hay una escena notable en la que el rostro de las dos actrices parece
incluso confundirse, como si la juventud misma se disolviera de golpe en
su triste formato venidero.
De todas las cintas de Almodóvar, Julieta es la que
con mayor negrura combina la decadencia física con el naufragio de los
afectos. Si a esto se añade el tema de la enfermedad crónica o terminal
que se abate sobre los personajes que rodean a la protagonista
ensombreciendo todavía más su vida y prefigurando su inminente
descomposición anímica, o la pintura de Lucian Freud que en una escena
ofrece la imagen de la decrepitud física, el efecto acumulativo es
perturbador. Y si esta visión pareciera demasiado pesimista, el
realizador se apresura a señalar que su modelo literario lo es todavía
más y que en su libre adaptación él ha elegido suavizar el tono. Por
fortuna. De otra manera, su cinta habría sido aún menos popular y más
incomprendida.
¿Qué queda como contrapeso a esa crónica de la desolación?
Ciertamente no un desenlace feliz, pues el cineasta ha preferido dejarlo
abierto. Tampoco las efusiones del melodrama convencional, pues las dos
protagonistas dominan aquí el arte de la contención dramática. Ni
siquiera el acostumbrado repertorio de ocurrencias humorísticas y
provocadoras. Sencillamente, y no es poca cosa, una intensidad emocional
que aflora en escenas clave, como cuando la madre de Julieta emerge de
su extravío mental para recuperar una súbita lucidez y con ella la
capacidad de asombro y un poco de ternura, o cuando el rostro del hombre
desconocido en el tren anticipa en su infinita desolación la triste
trama que sin saberlo está a punto de desatar.
El Almodóvar camaleónico e imprevisible, con sus fuertes altibajos
que desalientan o entusiasman a sus seguidores, consigue plasmar en Julieta un
resumen de sus mejores obsesiones artísticas, desde su aguda
exploración de la figura femenina (con Cukor, Godard y Fassbinder como
ilustres predecesores) hasta ese tono confidencial e intimista que
adquiere tintes autobiográficos, pues así como la protagonista expone en
una carta su desasosiego afectivo actual refiriéndose a un pasado más
sonriente, el cineasta deja atrás el estilo iconoclasta y festivo de su
juventud bohemia en la movida madrileña, para asumir, ya sin petulancia
narcisista y con relativa humildad, los insoslayables reclamos de una
madurez física y artística. A la manera de Flaubert, quien exclamaba
Emma Bovary soy yo, Almodóvar podría hoy decir:
En mis dos Julietas, estoy todo yo. No le faltaría en absoluto la razón.
Se exhibe en la Cineteca Nacional y en salas comerciales.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
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