Cristina Pacheco
Con frecuencia, camino de la pastelería, he pasado por
El Jardín de Venus. Es una tienda preciosa. A lo más que me atreví alguna vez fue a mirar de reojo los aparadores donde las maniquíes lucen semidesnudas, con medias de encaje y gargantilla. Nunca pensé que entraría a un almacén tan sofisticado y mucho menos que la mujer que se reflejaba en el espejo hacía apenas una hora pudiera ser yo.
¿Cómo me atreví a entrar? No lo sé. El caso es que de pronto me veo
observando las mercancías con el aire desenfadado de quien frecuenta las
sex shop y colecciona películas de siete equis. Una joven con
media cabeza rasurada y labios color granate me dio la bienvenida, pero
no me hizo la clásica pregunta:
¿Busca algo especial?Si lo hubiera hecho no habría sabido qué responderle. Recorrí el almacén con una sonrisa estúpida y al mismo tiempo celebratoria de las prendas de seda, tul y encaje exhibidas sobre enormes flores de terciopelo. Ante aquel lujoso despliegue, inevitablemente pensé en la ropa interior que llevaba puesta. Me reí. Eso le dio pie a la dependienta para empezar su discurso con un leve acento francés:
“Llegó usted en el momento ideal: acabamos de recibir la segunda remesa de novedades para otoño. La joya de la corona es La reina de corazones. Pieza única. Si me permite, se la muestro”. Asentí. Enseguida sacó de una cajita blanca un body
de tul negro adornado en el corpiño y el puente de la entrepierna con
flecos de seda y corazones bordados en lentejuela roja. No pude reprimir
mi admiración, lo que estimuló a la dependienta para seguir hablando.
“Adoro los bodys. Son muy prácticos: una sola pieza y ¡listo! Se adaptan al cuerpo como una segunda piel”.
Y se pueden meter a la lavadora, agregué.
Como si no me hubiera escuchado, la dependienta me miró de arriba
abajo (por lo que me sentí tan expuesta como un boxeador en la ceremonia
del pesaje):
Usted debe ser talla 34 B. En esa medida tenemos otros modelos. ¿Quiere verlos?Le contesté que no. me llevaría La reina de corazones.
¿Sin probárselo? No hacemos devoluciones, pero en cambio recibimos todas las tarjetas.
Imaginé la expresión de mi hermana Lourdes cuando, al revisar mi
estado de cuenta, se percatara de que había gastado 2 mil 800 pesos en
un body. Para evitarme el mal momento, decidí pagar en efectivo
y cinco minutos después salí de la tienda con una bolsa blanca
asegurada con un lazo de seda (lo contrario a las que dan en las tiendas
departamentales o en el súper). Me quité el impermeable para cubrir la
envoltura. Empezó a llover y corrí hacia el sitio de taxis.
Mientras avanzábamos despacio a causa del intenso tráfico pensé que
si Lourdes estaba en el departamento de seguro me preguntaría:
¿Qué traes en esa bolsa?Imposible responderle la verdad:
El único secreto que he tenido en mi vida. Y es cierto, antes de esta tarde no había guardado ninguno. Me di cuenta de eso gracias a la reunión con mis ex compañeras de la facultad.
II
Todo sucedió porque, cuando estábamos tomando café y ya
sin temas de conversación, a Leticia se le antojó hacernos una pregunta
ociosa:
Si en este momento su médico les dijera que les queda sólo una semana de vida, ¿qué harían?Anita fue la primera en contestar:
Suspender el pago de mi tarjeta de crédito y dedicarme a la pachanga.
Dorios dijo que ella, ante la noticia del desahucio, se llevaría a su
casa a su único nieto para convivir con él durante el resto de su vida.
Verónica se puso romántica:
Yo celebraría una segunda luna de miel con Mauricio.
Y tú, Araceli, qué harías, pregunté. La respuesta fue inmediata.
Ponerme a ocultar mis secretos.Ante la inesperada respuesta quedamos atónitas. Araceli interpretó nuestro desconcierto como un reproche:
¿Qué les pasa? ¿Por qué me miran así? ¿Ustedes no tienen nada que esconder? Pues yo sí, entre otras cosas, las cartas de amor que, durante años, me escribió Rolando, el amigo con quien mi esposo iba al boliche.
Doris se escandalizó:
¡Qué bárbara eres! ¿Dónde las escondes?
En el clóset, en las cajas de zapatos. Nadie mete la mano allí, pero cuando muera no faltará quien se ponga a revisar mis cosas para decidir qué hacer con ellas. Antes de que eso ocurra, quemaré las cartas.
La sinceridad de Araceli despertó la franqueza de otras amigas. Celia confesó que guardaba en el baño unos
aparatitosencantadores que la ayudaban a sobrellevar su divorcio. Karla nos reveló que escondía cuadernos en los que iba escribiendo lo que pensaba de su abominable familia política. Nuestras risas atrajeron la atención de otros comensales y recomendé discreción. Entonces Anita se dirigió a mí:
Y tú: ¿qué secretos guardas?
Ninguno, contesté, pero nadie me creyó.
Nuestra reunión terminó a las cinco. Al despedirnos Araceli me dijo al oído:
Ve haciendo tu lista de secretitos para que nos la recites en nuestra próxima reunión. Le insistí en que, de veras, no tenía ninguno. Se rió:
Ni creas que por eso te admiro: me pareces patética, amiga. Ella cambiaría su actitud hacia mí si en nuestra próxima comida le dijera
que guardo entre mis ropas a La reina de corazones. No se lo diré: será mi segundo secreto”.
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