Pedro Miguel
Ahora resulta muy correcto realizar coloquios, cumbres y conferencias internacionales sobre tráfico de personas y exhibir el alma partida por el destino de millones de individuos que son reducidos a la esclavitud en campos de trabajo forzado y en actividades delictivas; de niñas destinadas a satisfacer pedófilos y a la producción de pornografía para ese mismo mercado; de mujeres adultas vendidas por Internet en un vasto sistema de comercio electrónico de carne humana; de discapacitados que son secuestrados en sus lugares de origen y puestos a pedir limosna en ciudades y países remotos.
Desde luego, como ocurre con todo comercio ilícito, para que éste exista, se desarrolle y deje ganancias astronómicas (se habla de 30 mil millones de dólares al año, pero bien podría ser más), es requisito indispensable el establecimiento de vínculos de complicidad sólidos, estables y confiables entre los traficantes y las autoridades de los países de origen, tránsito y destino de los esclavos modernos. Ese es ciertamente el caso de México, cuyo gobierno no cumple plenamente con las normas mínimas para la erradicación de la trata de personas, a decir de un documento oficial reciente del Departamento de Estado (https://is.gd/LCjL99).
Las normas mínimas a las se refiere el texto son, básicamente, la erradicación de las complicidades de funcionarios públicos, el otorgamiento de recursos suficientes para identificar, perseguir y procesar penalmente a los comerciantes de carne humana y el establecimiento de servicios especializados de apoyo y seguimiento a víctimas con la calidad y en la cantidad requeridas.
Sin faltar a la verdad en esos puntos, el enfoque del Reporte sobre tráfico de personas 2017 (en los que incluso se queda corto y pálido) esconde una hipocresía monumental porque el fenómeno delictivo no puede circunscribirse al ámbito policial-judicial ni al social: su origen es el modelo económico en el que los seres humanos son vistos principal y finalmente como objetos de los que es susceptible extraer alguna utilidad. Es hipócrita, en efecto, que el gobierno de un país cuya agricultura e industria cifran buena parte de su competitividad internacional en el subsidio de salarios baratos para los extranjeros indocumentados se atreva a calificar el desempeño de otras naciones en materia de tráfico de personas.
De hecho, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) fue y sigue siendo, entre otras cosas, un instrumento para impulsar las exportaciones mexicanas de población. Formalmente, los migrantes nacionales no son esclavos ni están, en su mayor parte, constreñidos por la fuerza a sus lugares de trabajo, pero el acuerdo comercial produjo el desmantelamiento del agro y de la industria al sur del río Bravo y con ello obligó a millones de personas a la emigración con sólo tres destinos posibles: la informalidad miserable, la delincuencia organizada o el tránsito hacia el Norte. Sería extremadamente ingenuo pensar que los gobiernos que negociaron el instrumento comercial no hicieron previamente el cálculo de la enorme corriente humana que iba a generar. Para efectos prácticos, el TLCAN volvió al mexicano un gobierno pollero que ha venido perpetrando el crimen de vender su población a Estados Unidos, y al estadunidense, un gobierno explotador que ha usado durante décadas el margen de ventaja que le otorga el trabajo indocumentado para mantener la pujanza económica de su país.
Después vendría, en ambos lados de la frontera común, el establecimiento de rutinas corruptas para modular el tráfico de personas a conveniencia de las circunstancias productivas y electorales. Los denominadores comunes entre los giros empresariales gringos que utilizan como insumo la mano de obra indocumentada y los depredadores sexuales que acuden al territorio nacional para abusar de menores es que se benefician de una relación profundamente desigual determinada por el poderío económico y que unos y otros violan las leyes. En ese contexto resulta casi lógico que agentes del Instituto Nacional de Migración vendieran centroamericanos indocumentados a Los Zetas (https://is.gd/2OZTHn) o que un presidente de la República promoviera la exportación de fuerza de trabajo mexicana con una declaración racista (https://is.gd/kxohwZ).
El negocio ha sido establecido desde las más altas esferas gubernamentales y se mantiene con la complicidad de ministros o secretarios de Hacienda, Interior o Gobernación, fiscales y procuradores, gobernadores y legisladores. Pero hoy, hasta los traficantes de personas se indignan ante el tráfico de personas.
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