A propósito de la violencia contra las mujeres, también están el racismo y la exclusión
Los avances tecnológicos no son la única muestra de avance cuando hablamos de civilización |
Si nos detenemos a
analizar con los ojos bien abiertos nuestro entorno y más allá, es
probable que deseáramos pertenecer a una especie distinta. Una noble,
una que se desarrolle en armonía con la tierra, incapaz de hacer lo que
los humanos hacemos a diario: matar por placer, sin más razones que el
hecho de poder hacerlo; acabar con nuestro entorno natural porque nos
convencieron de ser superiores a todo y de detentar el poder para
disponer de él a nuestro antojo. Así es como hemos llegado al extremo de
carecer de lo más esencial: la sensibilidad y la conciencia.
Nuestro
concepto de civilización, esa palabra tan ambigua como engañosa, es
algo muy distinto de su significado real, el cual aludía al conjunto de
ideas, creencias, artes y costumbres característicos de un conjunto
humano determinado. En la realidad, su significado ha variado hacia la
capacidad de enriquecimiento de unos a partir de la explotación de
otros. En el léxico de la lucha de poderes entre gigantes por la
consolidación de sus privilegios, significa la imposición; la capacidad
de obtener sin dar a cambio y, por encima de todo, el poder de subyugar a
los más débiles después de llevarlos casi a la extinción.
Resulta saludable repasar –como uno de los ejemplos más ilustrativos- la
trágica historia del continente africano a partir de las invasiones
europeas, la explotación irracional y sanguinaria de sus recursos
humanos, minerales y naturales en un afán expansionista cuyo saldo fue
la pérdida de identidad de sus habitantes, la esclavitud, las guerras de
exterminio, las enfermedades y el hambre. Una estrategia aplicada
contra nuestros países latinoamericanos con similares resultados en la
imposición de dictaduras, abolición de libertades políticas y la
devastación de las riquezas naturales para incrementar el poderío de
compañías multinacionales protegidas por los Estados más poderosos del
planeta.
Dentro de este escenario, la violencia de género está
implícita en la fórmula para anular cualquier intento de cambiar las
reglas del juego, evitando que una mitad de la población tenga igual
poder que la otra. Las mujeres, tanto por nuestra capacidad reproductiva
como por el papel central del segmento femenino en la organización
social a partir del núcleo de familia, entramos en un esquema mucho más
amplio de dominio y en el cuadro general constituimos un “bien” al cual
resultaría riesgoso cederle capacidad de decisión en los campos
económico, social y político.
Este esquema de poderes se ha
perpetuado a lo largo de generaciones. Los importantes avances en la
lucha feminista son pálidos comparados con lo que falta por conquistar.
El voto femenino, por ejemplo, un derecho negado por generaciones,
representó siempre una amenaza contra el patriarcado, como también lo
fue el derecho al trabajo y a la salud reproductiva. En países como los
nuestros, con sus centros de poder atado a las normas de la iglesia y a
los estereotipos sexistas de la época colonial, los derechos de la mujer
continúan bajo un absurdo y criminal embargo político, pero no solo eso
las afecta. También su destino como un “producto” para el contrabando a
través de poderosas redes de trata, trabajo forzado, esclavitud.
La idea de una civilización como fuente de riqueza moral, ética,
intelectual y científica ha sido sustituida por un esquema basado en la
riqueza material concentrada en una esfera de poder carente de visión
humanitaria y de valores. Volver a plantear su significado a la luz de
un humanismo real es otra de esas locas utopías y en ella las mujeres
jugamos un importante papel.
Blog de la autora: www.carolinavasquezaraya.com
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