Juan Carlos Ruiz Guadalajara*
El profundo deterioro de las últimas reservas de paz social en México (documentado por el Institute for Economics and Peace) encuentra su correlato en el crecimiento imparable que en la sociedad mexicana ha experimentado la violencia extrema en sus múltiples manifestaciones. En todos los rincones de la opinión pública permanecen las alusiones a la desgracia que en 2017 hemos vivido: 29 mil 168 homicidios dolosos de acuerdo al Sistema Nacional de Seguridad Pública, de los cuales 69 por ciento se realizó con armas de fuego. Esto representó un promedio de casi 80 mexicanos asesinados cada día, es decir, tres por hora, cifra que incluyó desde niños hasta adultos mayores de todos los géneros. El costo económico para el país se calcula en 249 mil millones de dólares, en otras palabras, 21 por ciento del PIB mexicano. Esta cifra es ocho veces mayor que toda la inversión pública en salud y siete veces la inversión en educación. Si a ello sumamos las estimaciones sobre el costo de la corrupción en México (alimentada por prácticas ilegales que predominan impunemente en todos los ámbitos institucionales y cotidianos) y que representa hasta 10 por ciento del PIB, podremos entonces darnos una idea de la peligrosa coyuntura histórica en la que nos encontramos.
En el primer cuatrimestre de 2018 la violencia extrema en México ha mantenido su crecimiento pero ahora con un factor de violencia política al alza, configurando el crítico escenario sobre el cual se desarrolla el proceso electoral más importante en la historia de nuestra deficiente democracia. De acuerdo con informes sobre la violencia política en México realizados por Etellekt Consultores, entre el 8 de septiembre de 2017 (fecha de inicio de los procesos electorales) y el 8 de mayo de 2018 se han documentado 266 agresiones directas contra políticos con un saldo de 93 asesinatos, además de 39 atentados contra familias de políticos con un saldo de 44 muertes.
Sin embargo, la violencia política no se agota en lo anterior. Uno de sus rostros más devastadores para la convivencia democrática es el de la violencia simbólica practicada por la mayoría de las fuerzas políticas como estrategia de campaña electoral para intentar detener, de nueva cuenta, a Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Esta violencia que adopta la mentira sistemática, la difamación, la impunidad declarativa y la humillación como principales herramientas de desinformación política fue llevada a niveles de excelencia por Felipe Calderón en 2006 con su campaña de odio y miedo en contra de AMLO.
Pero Calderón no estuvo solo en su labor de fracturar y enconar a los mexicanos: no olvidemos, por ejemplo, el racismo y supremacismo intelectual de Enrique Krauze con su lamentable mesías tropical.
Doce años después el episodio se redita con grados extremos de violencia. Uno tras otro, sin tregua, Meade y Anaya, así como sus representantes y aliados lanzan en los medios toneladas de lodo y mendacidad, e intentan sin el menor escrúpulo inseminar en el imaginario de los mexicanos la idea de que AMLO es una especie de monstruo (tomado el término en sus acepciones más negativas, es decir, como un ser fantástico que provoca miedo y que presenta anomalías y desviaciones que lo hacen cruel y perverso). Anaya y Meade, por ejemplo, denuestan sistemáticamente a AMLO calificándolo de loco, obsesivo, ambicioso, soberbio, autoritario, populista, mentiroso, anticuado, intolerante, violento, esquivo, nuevo Echeverría, fósil electoral, farsante, limitado, senil, de salud y edad inconvenientes, ignorante, poco mundo... Con desplantes clasistas han acusado a AMLO de no saber inglés y de haber viajado poco al extranjero. Vanessa Rubio, vocera de Meade, ha tachado a AMLO de mañoso e irresponsable, especie de adicto o enfermo que no se ha rehabilitado. Mariana Benítez, también del PRI, lo califica reiteradamente como candidato de historieta, y su compañero Aurelio Nuño pretende estigmatizarlo como enemigo de los niños (sic), de la educación y la inversión.
Diversos personajes se han unido a conducir la maquinaria del fango, desde el súbdito español Vargas Llosa hasta Jorge Castañeda, otro supremacista intelectual que se solaza en los medios pronunciando con arrogancia la palabra compló, y cuyo racismo le ha llevado al extremo de calificar a AMLO como el Michael Jackson de Macuspana. El ejército de detractores ha sido tan variado que incluyó a la esposa del responsable político directo de la muerte de decenas de miles de personas, la ahora ex candidata Margarita Zavala, quien llegó a calificar a AMLO como el origen del odio entre los mexicanos (sic). Comportamientos similares encontramos en algunos empresarios. Basta recordar las declaraciones de Enrique Coppel, quien calificó a AMLO de ignorante por comerse las eses y por ello inelegible a la Presidencia de México. O bien la campaña de miedo que los dueños de Herdez y Vasconia, entre otros empresarios, impulsan en favor de Meade en la etapa final de la campaña presidencial.
En 2006 Calderón sembró el miedo y el odio. Desde entonces hemos cosechado violencia, división, desasosiego y más corrupción. Ahora, frente a la abrumadora ventaja de AMLO y la proximidad de las elecciones, la cruzada en su contra inicia su etapa más violenta y peligrosa, sobre todo si consideramos que los agentes de poder formal e informal, quienes sienten amenazados como nunca sus privilegios e impunidad, harán de todo para intentar detener la enorme y creciente ola histórica que se está formando y que terminará por arrollarlos.
Para Nestora Salgado, víctima de la narcoviolencia y la estulticia política, con admiración y solidaridad.
*Investigador de El Colegio de San Luis
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