Por
Pablo Gómez
,(apro).- Llama la atención lo encerrado que suelen
ser los actos políticos de los candidatos presidenciales del PRI y del
PAN. A ambos les falta una amplia convocatoria y, sobre todo, una
respuesta ciudadana.
Esto contrasta con lo anchuroso y popular de los actos de Andrés
Manuel López Obrador. Mas este fenómeno no se debe sólo al carisma
personal del candidato de Morena, sino principalmente al predominio de
la idea del cambio y el entusiasmo que provoca.
Uno de los principales factores de la coyuntura consiste en el
fracaso del gobierno de Peña Nieto en los aspectos más relevantes de la
función pública: combate a la corrupción, seguridad pública, crecimiento
económico, redistribución del ingreso, educación superior, entre otros.
Las encuestas arrojan un porcentaje máximo de simpatía por el actual
gobierno cifrado en el 20%.
En cuanto al viejo PAN, sus fracasos en los dos sexenios de su
Presidencia han llevado a muchos electores a una suspicacia basada en la
decepción. La corrupción no fue combatida por los gobiernos panistas,
sino que ese partido se hizo funcional al Estado corrupto. Además, bajo
el PAN se mantuvo el estancamiento económico y aumentó la pobreza. La
crisis de violencia en el país se inició justamente en la presidencia de
Felipe Calderón.
Los resultados concretos de los dos viejos partidos de México, PRI y
PAN, han sido lamentables. Las inmensas tareas nacionales nunca fueron
encaminadas porque ni siquiera han sido definidas como tales. En
realidad, hace muchas décadas que no se sabe en México hacia dónde se
supone que es deseable avanzar. El neoliberalismo en México carece de
propósitos generales pues sólo tiene objetivos muy concretos: es
mediocre y rudimentariamente utilitario.
López Obrador tiene una base popular que le ha servido de plataforma
para convertirse, en el lapso de 12 meses, en la opción del cambio. Los
otros dos candidatos carecen de una elemental credibilidad porque están
vinculados al Estado corrupto.
Lo que AMLO ofrece es desarticular la forma de gobierno basada en la
corrupción, la cual es característica de México. El Estado social que se
promueve desde la izquierda mexicana sería un fracaso si no fuera
posible superar ese sistema de gobierno. En otras palabras, es evidente
que la ausencia del Estado de derecho impide cualquier programa de
reformas. La peculiaridad aquí radica en que el neoliberalismo llegó a
México aprovechando la corrupción preexistente y la proyectó a mayores
niveles. Sin embargo, no pocos neoliberales critican la situación
mexicana al respecto, incluyendo empresas extranjeras que operan en el
país.
La reorientación del gasto público y el desarrollo de nuevas
políticas sociales de amplio espectro tendrían agarradera en una nueva
forma de control del presupuesto, no sólo para evitar el robo del erario
sino también el derroche que se realiza como parte de la actividad
política permanente de los gobernantes.
Morena requiere de una mayoría en la Cámara de Diputados para aprobar
un presupuesto con objetivos sociales bien definidos y sin gastos
innecesarios. No se trata sólo de reducir los sueldos de los altos
mandos, sino también de bajar los gastos de operación de todo el sector
público.
Además, se requiere clausurar el departamento de regalos que existe
en San Lázaro. Cada año, algunos diputados o líderes incluyen
erogaciones que carecen de base en políticas públicas y, por tanto, son
peticiones o promociones aisladas de carácter local. Quienes logran la
aprobación directa y especial de ese tipo de gastos recogen luego el
“moche”, es decir, la recompensa por haber logrado “bajar el recurso”.
Ese departamento de regalos, el cual suele contener decenas de millones,
es uno de los elementos del sistema de corrupción, por lo que es
indispensable clausurarlo con sellos de acero.
El tema de la delincuencia organizada está sin duda vinculado con el
de la corrupción. Si los cuerpos de seguridad, el Ministerio Público y
la judicatura siguieran vinculados a prácticas corruptas, sería
imposible contar con una política articulada. El llamado “sistema” en
esa materia es algo enteramente formalista, tal como ocurre con el otro
“sistema” llamado anticorrupción.
Se ha criticado con ahínco el planteamiento de AMLO de que si el
presidente de la República combate la corrupción, lo tendrían que hacer
también los gobernadores y los ediles. Se dice, como réplica, que no
pueden existir “soluciones mágicas”. Pues bien, magia o no, lo que es
completamente seguro es que si el presidente forma parte del sistema
institucional de corrupción, es imposible combatirla.
En tal escenario hemos vivido en México. El cambio tiene por fuerza
que partir del Poder Ejecutivo, es decir, de una presidencia de la
República que tenga liderazgo político y popular capaz de abrir la lucha
por un cambio en la forma de gobernar el país. Para ello se requiere
estar afuera y en contra del Estado corrupto.
El otro gran punto sobre la gobernanza es el de los nuevos derechos
políticos de los ciudadanos: proponer, impugnar, decidir, revocar deben
ser incorporados a la cotidianeidad. Hoy, la ciudadanía es convocada
cada tres años a elegir y, después, los gobernantes no le vuelven a dar
ni los buenos días.
Por ello, el cambio consiste también en construir una nueva ciudadanía. Como ha dicho AMLO: “el pueblo pone y el pueblo quita.”
A los falsos demócratas todo esto les da escozor. Es evidente que
ellos no están en absoluto en favor del cambio que ya se anuncia, por lo
que no pueden ser opción vencedora.
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