"Relajándome antes del debate". Anaya le asesta puñetazos a una pera de box, su spot antes del Segundo Debate.
Nos informan que es joven, que está sano, que su cuerpo, es fuerte. Al
final sonríe. Con esa sonrisa desconcertante. Congelada. La pera
del olmo. ¿Qué no podemos pedirle a este olmo? Emociones que no estén
calculadas. Emociones, pues. El puñetazo final es contundente. Justo
antes de mostrar sus dientitos. Mientras hace una V con las manos. Como
escribió Luisa Fernández: "Anaya parece tan relajado como un gato en el
microondas". ¿Qué no podemos pedirle a este olmo? Que se relaje, porque
la placidez auténtica implicaría un riesgo enorme para una personalidad
como la suya: la amenaza de la pérdida de control. Descolocarse de su
centro. Control. Salirse del guión. ¿El guión de sus asesores? Quizá otro guión, mucho más íntimo, más remoto: el del niño disciplinado y perfecto.
Ricardo Anaya
En la foto, Anaya coloca estampitas en un álbum de su hijo, o suyo. La
duda flota porque las estampitas no las pega el niño, sino él. Quizá si
las pegara el niño correría el riesgo de embarrar la página de Resistol,
o de no pegarlas en el exacto cuadrito señalado para ese uso. Los
bordes de la estampita quedarían fuera de su lugar. Algo podría salirse
de su lugar. Entonces, el mandato no se cumpliría. La postura corporal,
la ropa, el entorno que lo rodea: todo está meticulosamente organizado.
Cada vez que Anaya habla, camina, sonríe, este orden riguroso se
mantiene. "He aquí un ser perfecto". Casi des corporeizado de tan perfecto. A pesar de sus puñetazos a la pera. Tan deserotizado de tan perfecto. Me refiero al erotismo en términos de cercanía con uno mismo, con los otros, con la vida.
"Ahora derechito", "Ahora sonríes", "Ahora dices: ¡Carajo! Que se note
lo disruptivo". "Échale el cuerpo al otro. Rompe la distancia social.
Transgrede". En el segundo que correspondía: "transgredió". Anaya es sin
duda un hombre muy inteligente y muy aplicado. Hace su tarea. Mide los
segundos. Y provoca esa inquietante sensación de continua puesta en
escena. Ha tomado todos los cursos para hablar en público. Posar ante la
cámara. ¿Cómo ser eficaz? ¿Cómo transmitir emociones? Practica frente
al espejo. "Segundo 15, énfasis en la voz. Conecta con tu público,
Ricardo. Conecta". Una tiene la sensación de un cerebro que se desplaza
adentro de un cuerpo tiesecito. Cada paso hasta el centro de la pista
del Debate, ha sido medido como en una danza
almidonada. En el segundo 55 y medio ya tendría que estar
"conectadísimo". Pero a la imagen lo que es de la imagen y al diván lo
que es del diván.
Durante el debate
me recordó la fotografía en la que aparece tendido en el piso sobre una
manta: sus brazos colocados en el exacto centro de su cuerpo, sus manos
entrelazadas y visibles (¿cómo más podría ser?), por encima de la
cobija, con esa ensayada sonrisita beatífica. A punto de levitar. Esa
sonrisa tan extraña y tan tensa como de quien no para de perseguirse a
sí mismo. Una aguda necesidad de control: sobre el espacio, sobre las
palabras, sobre los gestos. Todo está calculado al milímetro, incluida
su mención de personas a las que ha conocido durante su campaña, con
nombre y apellido: "Dale un nombre a la persona migrante, muestra tu
empatía nombrándola". Un viento helado nos alcanza. Hizo su mejor
intento. No es el vacío de la propuesta. Ni el del uso adecuado de las
palabras. No es el vacío de aquello que pueda inscribirse en la
racionalidad. Es un vacío que tiene que ver con las emociones.
Como analiza Jorge Volpi en su excelente texto "El hablador" en el periódico Reforma:
"Anaya habría sacado un diez en oratoria, pero su inteligencia suele
confundirse con pedantería porque es pedantería: el típico matado
- así lo llamábamos en nuestra época -... que nunca se equivoca, que
nunca pierde los estribos, que tiene una salida siempre aguda y que
disfruta, como nadie, al oírse a sí mismo... demostrando que es de esos
políticos que prefieren hablar a escuchar..." Sí, pareciera que Anaya es
una persona que prefiere hablar a escuchar. Lo que no es sino lógico,
es muy probable que hasta ahora no le haya sido dado a conocer a alguien
que haya podido parecerle más asombroso que él mismo. Ser "el chico
maravilla", es un mandato.
¿Qué mata el "matado"?
El
cumplimiento de los mandatos suele pagarse con la negación de la
alteridad y de la intimidad de los vínculos. Con la deserotización. Su
inteligencia está trabajada en la distancia, la distancia permite
asegurar que la estampita quede colocada en el exacto centro del
cuadrito. "Miren, miren, ¿acaso no es perfecta la estampita? ¿acaso no
soy perfecto yo? Yo. Yo. Yo.". Y La Mirada, esa mirada
imaginaria exigente, dura, lo atraviesa. A veces, quizá logra
complacerla. Esa mirada persecutoria. Más le vale no fracasar.
Regreso a las palabras de Volpi: "Enamorado de su propia voz, el
verdadero Anaya nunca aparece... los electores no acaban de tener una
idea clara de quién es o de cuáles son sus intenciones. No deja de
resultar sorprendente que el candidato que más y mejor habla sea el gran
desconocido de la contienda". Pero "el verdadero Anaya", no va a
aparecer. Por el momento, así a como se muestra (experto en el arte de
no mostrarse), ¿de dónde saldría? Me preguntó si alguna vez ha aparecido
cuando mira el techo a solas en la penumbra de su casa, en el más
secreto de sus jardines secretos. Habla y habla y habla, como describe
Volpi, el misterio es, ¿quién es el que habla y cuál es su relación con
las palabras? Quien dice quien es, corre el riesgo de mostrar la falla.
La carencia. La herida. La desgarradura. Ricardo Anaya - por el momento - da la impresión de que no la soportaría. A esa, su inevitable carencia tan cotidiana y tan humana.
En el debate
nos habló de Ana Laura, una mujer mexicana deportada y separada de sus
dos hijos. Se aprendió su nombre. Hasta un ¡Carajo! se permitió, Anaya.
El más calculado en la historia de los ¡Carajos! "Acá te indignas,
Ricardo. Te desbordas. Transgredes con el lenguaje porque vibras de
empatía. Su dolor es tuyo, Ricardo".
Entonces nos explicó: "Lo que le dieron (a Ana Laura), fue este costal, para que metiera sus pertenencias". Desplegó ante nuestros ojitos sorprendidos un costal vacío. ¿Qué quería decirnos? ¿Nos mostraba el desposeimiento de Ana Laura? ¿Por qué mostró ese costal casi como quien ofrece un fetiche a la vista de todos? "La personalidad as if",
escribió el psicoanalista Donald Winnicott. "Como si". "Como si
sintiera... como si le importara... como si escuchara"...como si él
fuera éste personaje o el otro, según el público, según las
circunstancias.
En la película "Ese oscuro objeto del deseo", el personaje femenino se pasea cargando con un misterioso costal
lleno de objetos. No sabemos cuáles. La película nos deja confrontados a
esa presencia extraña y a sus interpretaciones posibles. Anaya nos
confrontó al costal sin contenidos. El costal sin objetos. Ya no hablaba de Ana Laura, sus hijos, la deportación.
La inmensa injusticia a reparar. "Dejar ver, por un segundo quién es en
verdad", escribe Volpi al final de su texto. No estoy muy convencida de
que Jorge crea que va a suceder, quizá fue generoso y quiso ofrecer una
salida. Esa tela en blanco desplegada ante la cámara, tal vez es lo más
cercano que estaremos al "verdadero Anaya". A menos que fracase. A
menos que su narcisismo reciba un revés que lo obligue a mirar todo lo
que falla. Lo que no tiene. Lo que no está. Su incompletud. Quizá allí
perdería los estribos. Se saldría del cuadrito. Sólo si la imaginaria
mirada persecutoria lo alcanza y lo fulmina.
Esas
personalidades tan armadas y tan frágiles. Con un "Yo" volátil y
acomodaticio, que los lleva a una rigidez tan notable. "Voy derecho y no
me quito". Traidorzuelas y tiránicas. Anaya intentó estremecernos con
sus palabras tan adecuadas, tan escogidas, tan planeadas. ¿Qué falla?
Que no permite que falle nada. ¿Cómo podría ser empático quien jamás ha
sido capaz de soportar su falta? Quizá de allí esa metáfora que nos
ofreció en cadena nacional a mitad de su danza: El costal vacío, es él.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario