Iniciación a la violencia
¿Por qué? ¿Yo qué hice?
No te hagas. Van tres veces que estás a punto de golpearme. Voy a llamar a tu padre para decírselo, a ver qué hace contigo.Ezequiel exclama:
Pero si mi cuate no tiene jefe. ¡Es de probeta!Satisfecho de su broma, el niño escapa y Federico va tras él profiriendo insultos.
Herminia se siente ridícula con el balón entre las manos. Vuelve a caminar sin conceder importancia a las risas y murmullos que escucha a sus espaldas. Al fondo del patio, junto a la reja negra que da acceso al estacionamiento de profesores, mira un círculo de niños. Sus carcajadas y gritos le provocan curiosidad. Al acercarse ve a Paula y a Lizette en el centro. Con las caras enrojecidas y el cabello en desorden, mantienen los puños en alto y hacen fintas como dos boxeadoras en el ring.
Los espectadores guardan silencio y observan a las niñas en pugna que, jadeantes, ya sólo dan pasos laterales. Lilián, la más alta del grupo, simula una bocina con sus manos enguantadas y grita: “Ya no sean payasas. Si van a darse, ¡pos órale!” Vuelven a oírse silbidos. Paula, con el suéter del uniforme atado a la cintura, se dirige con burla a su contrincante: ¿Tienes miedo o qué?
Entre las aclamaciones de apoyo apenas se escucha la voz temblorosa de Lizette: ¡Ni madres!
Para demostrárselo le descarga un golpe certero en el pecho. Paula le responde con otro y enseguida la toma por los cabellos y la estampa contra la reja de metal. Los partidarios de Lizette le aconsejan que se defienda y levante la guardia.
Escandalizada, Herminia se abre paso hasta donde se encuentran las combatientes: ¿Qué hacen?
Paula se limpia la nariz con el dorso de la mano: ¡Nada! Estamos jugando.
No voy a permitirlo.
Lizette se ordena el cabello: Es recreo. Queremos divertirnos
. ¿Así? ¿No creen que hay otras formas menos salvajes de hacerlo?
Las dos niñas disimulan una sonrisa burlona. ¡Váyanse de aquí! Luego quiero hablar con ustedes.
Paula se limita a ajustarse el suéter que lleva atado a la cintura y deforma la línea de sus caderas. Lizette se aleja seguida por Lilián.
II
En el salón de juntas los profesores beben café soluble en vasos de plástico. La maestra Herminia los saluda desde la puerta y pregunta si queda agua caliente para ella. Ofelia, su colega encargada del 4º C, le responde: Me serví el último chorrito. No te lo paso porque tengo gripa y puedo contagiarte. ¿Por qué te tardaste tanto?
Herminia cuenta lo sucedido en el patio: la actitud de Federico por el decomiso del balón, la broma estúpida de Ezequiel y la respuesta de Lizette cuando le preguntó por qué se golpeaba con Paula: Como si fuera lo más natural del mundo me dijo: queremos divertirnos. ¿Se imaginan qué mentalidad? Parece que nadie educa a estos niños. Voy a hablar con sus padres
.
Ofelia agita la mano: Mejor ni te metas. Acuérdate de lo que me pasó cuando llamé al padre de Eduardo para informarle que su niño se había presentado con aliento alcohólico y eso era motivo de expulsión. El hombre me salió con que no anduviera levantándole falsos a su muchacho porque me iba a pesar
. ¡Y le pesó!
–exclama el maestro Hernán con su voz de bajo–: “Le navajearon las llantas de su vocho.”
La maestra Sarita se enjuga el sudor de la cara con un pañuelo desechable que le motea las mejillas de blanco: ¿En qué te basas para pensar que fueron ellos?
Hernán la desarma aplicando una lógica elemental: No tengo pruebas, pero se me hace mucha casualidad que todo haya sucedido una semana después de que Ofelia le llamó la atención a Eduardo
.
Nadie se atreve a replicarle. Suena la chicharra. Los profesores arrojan los vasos de plástico en el cesto de los papeles y salen para retomar sus clases. Herminia se sorprende al ver que Federico y Ezequiel charlan como si no hubiera ocurrido nada entre ellos. Al pasar les dice que es hora de volver al salón. Desganados, los niños la obedecen.
III
Herminia consulta furtivamente su reloj. No quiere que sus alumnos se den cuenta de que ansía terminar la clase. Está exhausta. Ha sido difícil concentrarse y mantener el orden en una atmósfera tensa. Cada vez que levanta los ojos encuentra la mirada rencorosa de Federico, el gesto retador de Paula o la expresión indiferente de Lizette. La niña tiene en el rostro la huella de los golpes que recibió, y sin pensarlo Herminia le pregunta: ¿Qué vas a decir en tu casa cuando te vean así?
Todo el grupo se vuelve hacia Lizette: Nada, pero no creo que me pregunten.
¿No hablas con tus papás?
A veces.
Se escuchan murmullos. La maestra impone el orden con dos golpes en la mesa y continúa el interrogatorio: ¿Cuándo?
Lizette se remueve impaciente: Ya déjeme, ¿no?
Un comentario anónimo celebra la insubordinación de Lizette: “¡Qué buena onda, güey!”
La maestra Herminia pierde la calma: No voy a tolerar que se burlen de mí. Y tú, Lizette, deberías ponerte a pensar en que si te hago preguntas es porque me importas
. ¡Ni que fuera mi mamá!
La respuesta es como un estallido que desencadena un caos. Se oye la chicharra. Los niños recogen sus útiles a toda prisa y tropezando unos con otros se dirigen hacia la puerta. Federico: ya puedes recoger el balón.
Sin mirarla, el niño le responde: Ni es mío
. La maestra se levanta: Lizette, Paula: ustedes se quedan
.
IV
Herminia vuelve a preguntarles por qué pelearon. De nuevo obtiene en contestación el silencio; sin embargo no se rinde. Les recuerda a las niñas lo que les ha dicho tantas veces: La violencia no deja nada bueno. Si hay algún problema entre ustedes, háblenlo en vez de arreglarlo a golpes. ¡No son animales!
Paula se levanta: Tengo que irme para cuidar a mi hermanito porque mi mamá se va a su trabajo
. Herminia comprende que no puede retener a su alumna pero le arranca la promesa de que mañana hablarán. Ve que Lizette hace el impulso de levantarse y le hace un gesto para indicarle que permanezca en su lugar.
Herminia siente pena por Lizette. La angustia verla cohibida, con el pómulo inflamado y el cabello en desorden. ¿Por qué pelearon?
Paula me dijo cosas.
¿Qué cosas?
Feas.
¿De quién?
De mi mamá. Que es una borracha. Todos se burlaron y me dio coraje. Paula no tiene por qué meterse con nosotras.
La profesora reflexiona antes de seguir preguntando: ¿Tu mamá está bien?
Lizette niega con la cabeza inclinada. ¿Está enferma?
No. Toma por culpa de Andy.
¿Quién es él?
Mi hermano.
¿Qué hizo?
La niña apenas logra responder: Se suicidó con el mecate en donde colgaba su ropa
.
Herminia se lleva las manos a la boca pero no logra contener un grito. Por primera vez Lizette la mira a los ojos y no la deja escapar del horror: “Todos le dicen a mi madre que de seguro él está más contento allá pero ella no lo cree. Lo extraña y piensa que no podremos vivir sin el hombre de la casa porque mi papá hace mucho que se fue”. ¿Y cuándo ocurrió eso, lo de Andy?
Antes de que nos viniéramos a vivir a Granjas.
¿Por qué no me lo habías dicho?
¿Para qué?
La profesora tarda en encontrar la respuesta: Para desahogarte, para tener con quien hablar de tu hermano. ¿Era mayor que tú?
Tres años. Se llamaba Andrés. Prefería que le dijéramos Andy.
Lizette sonríe. El gesto no le devuelve la expresión infantil; por el contrario, acentúa su aspecto de mujer adulta que lo ha visto todo y quizá ya no espera nada. ¿Ustedes se llevaban bien?
“Sí. Íbamos juntos a patinar y a muchas partes, hasta al futbol. Me platicaba de cuando fuera grande y así…”
La maestra abandona su sitio tras el escritorio y, como si temiera que su alumna fuese a escapar, se sienta a su lado: ¿Lo quieres mucho?
La expresión ensoñadora de Lizette desaparece: Antes sí pero ya no. Por su culpa mi mamá está triste y se emborracha. Cuando regresa de su trabajo en la lonchería ni me ve. Nada más piensa en Andy y sólo habla con él. A mí ni me pela. Es como si la muerta fuera yo. Por eso ya no quiero a mi hermano
.
Herminia no puede imaginar qué habrá impulsado a un muchacho al suicidio. No se atreve a preguntárselo a la única persona que tal vez pueda decírselo: Lizette, una niña que a los once años ya conoce la muerte, la soledad y el desamor.
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