Plan B | Lydia Cacho
“Halconas (las vigías del narco) hay como unas cuatro en cada red. Son mujeres pobres, gordas, todas jodidas, pero también se mueren. Con ellas no batallo, simplemente les pongo un hilo en la cabeza y se ahogan. No deben vivir”. Ésta es una de las declaraciones grabadas del general Carlos Bibiano Villa, ex secretario de Seguridad Pública de Torreón, recién nombrado para el mismo puesto en Quintana Roo. No es el único militar que cree en la pena de muerte y en el asesinato como método de justicia, casi todos la suscriben. En la mayoría de los 32 estados los gobernadores, ineptos, han aceptado que la Sedena imponga directivos policiacos.
El argumento para que los militares asuman tareas de seguridad pública es que las policías locales fueron cooptadas por los cárteles de la droga y operan a su favor, que son ellos los únicos que pueden sacar al país de esta violencia. Se argumenta que ante una situación excepcional se deben tomar medidas excepcionales (a pesar de que éstas incluyan violar la Constitución) y aunque metan al país en una lógica bélica y no de prevención del delito. Quienes creen en la mano dura como solución dicen preferir sacrificar libertades y derechos para sentirse más seguros, pero ¿en verdad mejoró la seguridad?
En 2009, el general Urbano Pérez Bañuelos llegó de Tamaulipas para dirigir la policía de Cancún. Durante su mandato se triplicó el secuestro, aumentó cuatro veces el robo a mano armada y las extorsiones se duplicaron. Se negó a colaborar con el MP y la Policía Judicial por desconfianza. Bañuelos mantuvo bajo detención ilegal a defensoras de derechos humanos. Se hizo famoso por el desprecio a periodistas y se negó a rendir cuentas. En 2010 SIEDO le hizo una auditoría por la desaparición de 21 millones de pesos destinados a renovar la policía local, y desapareció del puesto. Al poco tiempo la Sedena envió en su lugar al general Alejandro Cárdenas. Los resultados no son mejores: las arrendadoras de autos tuvieron un aumento en las denuncias de turistas extorsionados por la policía turística a cargo de militares.
Todos ellos coinciden en una cosa: están aquí para combatir a la delincuencia organizada, es decir, al 20% de los delitos, ¿y la prevención y seguridad pública del fuero común? No parece importarles.
En Tijuana, el teniente coronel Julián Leyzaola dijo: “¿Para qué ando atendiendo a esos malandrines (delincuentes comunes)? A esos, a coscorrones los disciplino, pero a aquéllos (los capos) no, a aquéllos sí tengo que enfrentarme con ellos, por eso la gran diferencia”. Con Leyzaola en Tijuana, enviado ahora a Ciudad Juárez, hubo un incremento de 90% de asaltos en las calles y se normalizó el arraigo con propósito de tortura.
Lo cierto es que 88% de los delitos que se cometen en el país son del fuero común; sin embargo, los militares dicen que su tarea es, en voz de Leyzaola, “aplicar los códigos de honor contra quienes deben morir”. En Tijuana torturó a 25 policías que fueron exonerados por falta de pruebas. A seis inocentes les puso bolsas de plástico en la cabeza y dio toques eléctricos en los pies, porque “sospechaba” que eran malandros.
Recientemente hubo una marcha en Cancún para exigir a Roberto Borge, gobernador electo, que no acepte a Bibiano Villa; los organizadores recibieron una visita en su hogar de militares encapuchados, amenazándolos de muerte, y apareció un narcomensaje contra Villa que a todas luces parece montaje para justificar su presencia.
Ha llegado el momento de cuestionar el control de las policías civiles por parte de militares, sin despreciar la valía del Ejército en otras tareas. La gran mayoría de éstos aplican técnicas de guerra contra la delincuencia y no creen en los procedimientos de justicia establecidos por la ley, ni en los derechos humanos. Con sus métodos alejan al país de la posibilidad de renovar y mejorar el sistema de justicia penal. Y peor, al concentrarse en los capos de la droga, dejan a las y los ciudadanos a merced de la delincuencia común y la impunidad: a las pruebas me remito.
www.lydiacacho.net Twitter: @lydiacachosi
“Halconas (las vigías del narco) hay como unas cuatro en cada red. Son mujeres pobres, gordas, todas jodidas, pero también se mueren. Con ellas no batallo, simplemente les pongo un hilo en la cabeza y se ahogan. No deben vivir”. Ésta es una de las declaraciones grabadas del general Carlos Bibiano Villa, ex secretario de Seguridad Pública de Torreón, recién nombrado para el mismo puesto en Quintana Roo. No es el único militar que cree en la pena de muerte y en el asesinato como método de justicia, casi todos la suscriben. En la mayoría de los 32 estados los gobernadores, ineptos, han aceptado que la Sedena imponga directivos policiacos.
El argumento para que los militares asuman tareas de seguridad pública es que las policías locales fueron cooptadas por los cárteles de la droga y operan a su favor, que son ellos los únicos que pueden sacar al país de esta violencia. Se argumenta que ante una situación excepcional se deben tomar medidas excepcionales (a pesar de que éstas incluyan violar la Constitución) y aunque metan al país en una lógica bélica y no de prevención del delito. Quienes creen en la mano dura como solución dicen preferir sacrificar libertades y derechos para sentirse más seguros, pero ¿en verdad mejoró la seguridad?
En 2009, el general Urbano Pérez Bañuelos llegó de Tamaulipas para dirigir la policía de Cancún. Durante su mandato se triplicó el secuestro, aumentó cuatro veces el robo a mano armada y las extorsiones se duplicaron. Se negó a colaborar con el MP y la Policía Judicial por desconfianza. Bañuelos mantuvo bajo detención ilegal a defensoras de derechos humanos. Se hizo famoso por el desprecio a periodistas y se negó a rendir cuentas. En 2010 SIEDO le hizo una auditoría por la desaparición de 21 millones de pesos destinados a renovar la policía local, y desapareció del puesto. Al poco tiempo la Sedena envió en su lugar al general Alejandro Cárdenas. Los resultados no son mejores: las arrendadoras de autos tuvieron un aumento en las denuncias de turistas extorsionados por la policía turística a cargo de militares.
Todos ellos coinciden en una cosa: están aquí para combatir a la delincuencia organizada, es decir, al 20% de los delitos, ¿y la prevención y seguridad pública del fuero común? No parece importarles.
En Tijuana, el teniente coronel Julián Leyzaola dijo: “¿Para qué ando atendiendo a esos malandrines (delincuentes comunes)? A esos, a coscorrones los disciplino, pero a aquéllos (los capos) no, a aquéllos sí tengo que enfrentarme con ellos, por eso la gran diferencia”. Con Leyzaola en Tijuana, enviado ahora a Ciudad Juárez, hubo un incremento de 90% de asaltos en las calles y se normalizó el arraigo con propósito de tortura.
Lo cierto es que 88% de los delitos que se cometen en el país son del fuero común; sin embargo, los militares dicen que su tarea es, en voz de Leyzaola, “aplicar los códigos de honor contra quienes deben morir”. En Tijuana torturó a 25 policías que fueron exonerados por falta de pruebas. A seis inocentes les puso bolsas de plástico en la cabeza y dio toques eléctricos en los pies, porque “sospechaba” que eran malandros.
Recientemente hubo una marcha en Cancún para exigir a Roberto Borge, gobernador electo, que no acepte a Bibiano Villa; los organizadores recibieron una visita en su hogar de militares encapuchados, amenazándolos de muerte, y apareció un narcomensaje contra Villa que a todas luces parece montaje para justificar su presencia.
Ha llegado el momento de cuestionar el control de las policías civiles por parte de militares, sin despreciar la valía del Ejército en otras tareas. La gran mayoría de éstos aplican técnicas de guerra contra la delincuencia y no creen en los procedimientos de justicia establecidos por la ley, ni en los derechos humanos. Con sus métodos alejan al país de la posibilidad de renovar y mejorar el sistema de justicia penal. Y peor, al concentrarse en los capos de la droga, dejan a las y los ciudadanos a merced de la delincuencia común y la impunidad: a las pruebas me remito.
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