Lorenzo Córdova Vianello
Unos días después de que la Sala Superior del TEPJF determinara la responsabilidad de Hugo Valdemar (y de paso de la Arquidiócesis Primada de México) por violar las normas electorales e instruyera a la Secretaría de Gobernación a pronunciarse sobre la sanción que corresponde, el director de comunicación social de la Arquidiócesis, con la rijosidad que lo caracteriza, acusó que los magistrados “rayan en lo ridículo”. La resolución pone fin a un procedimiento iniciado por el IFE luego de que el virulento sacerdote llamara abiertamente a no votar por el PRD en las elecciones del 2010 por las posturas que ese partido ha sostenido en el DF en relación con la despenalización del aborto y de los matrimonios entre personas del mismo sexo. Insatisfecho con la resolución que lo condenaba, espetó el 4 de julio pasado: “Así que… una opinión crítica de un ciudadano a un partido político, por sus acciones inmorales, criminales y destructoras de la familia y sus valores (sic), es un atentado contra la vida democrática del país” (La Jornada, 4-07-11).
En el cada vez más enrarecido ambiente de cara al futuro proceso electoral federal, vale la pena reflexionar sobre la razón de fondo de las normas constitucionales y legales que prohíben a los ministros de culto pronunciarse respecto de la política electoral y concretamente respecto del artículo 353, párrafo 1, inciso a) del Cofipe, precepto violado por Valdemar Romero, al considerar infracciones a la ley electoral “la inducción a la abstención, a votar por un candidato o partido político, a no hacerlo por cualquiera de ellos, en los lugares destinados al culto, en locales de uso público o en los medios de comunicación”, cometidos por ministros de culto. La prohibición referida, basada en el inciso e) del artículo 130 constitucional: “Los ministros no podrán asociarse con fines políticos ni realizar proselitismo a favor o en contra de candidato, partido o asociación política alguna”, se sustenta en la inevitable posición de privilegio con la que un sacerdote —de la religión que sea— se coloca frente a sus fieles.
En otras ocasiones he insistido en que las religiones, por definición, se basan en verdades absolutas que nutren el dogma religioso y que no aceptan refutación alguna. Es algo inevitable, pues, de aceptar cuestionamientos a los principios basilares de una religión implica erosionar los fundamentos y eventualmente la subsistencia de la misma. Ahora bien, el papel de los sacerdotes, desde siempre, es el de fungir de guías espirituales de los fieles de una determinada religión. La evocación del “pastor de almas” con lo que la religión cristiana se refiere a sus sacerdotes, ilustra lo que quiero enfatizar: un ministro de culto pretende tener, y en los hechos tiene, una influencia sobre su “grey” y ésta se desprende de su particular posición como miembro de una iglesia, no por otras razones. En ese sentido, la prohibición que la Constitución establece y las normas secundarias regulan, tiene como fin específico evitar la injerencia de los ministros de culto, los poseedores de la verdad religiosa frente a sus fieles, en materia política.
El argumento favorito de las iglesias y los sacerdotes contra esa limitación es que son ciudadanos de segunda y que se violan sus libertades fundamentales. Al respecto hay que decir que ninguna democracia tolera el ejercicio ilimitado e indiscriminado de las libertades. Éstas en general, y la libertad de expresión, en particular, tienen limitaciones que le son propias (respeto a los derechos de terceros y el orden público) y limitaciones legítimas en su ejercicio, que están determinadas por el contexto en el cual dichas libertades son ejercidas. Así, en el ámbito político-electoral, que busca proteger la autonomía de los individuos frente a indebidas injerencias externas, esa libertad encuentra límites adicionales, como ocurre con los sacerdotes. Al fin y al cabo, si la jerarquía eclesiástica y sus integrantes tienen tanta necesidad de pronunciarse y hacer política, que cuelguen el hábito y renuncien al privilegio del púlpito, pero me temo que jugar parejo no es lo que se pretende. Investigador y profesor de la UNAM
Unos días después de que la Sala Superior del TEPJF determinara la responsabilidad de Hugo Valdemar (y de paso de la Arquidiócesis Primada de México) por violar las normas electorales e instruyera a la Secretaría de Gobernación a pronunciarse sobre la sanción que corresponde, el director de comunicación social de la Arquidiócesis, con la rijosidad que lo caracteriza, acusó que los magistrados “rayan en lo ridículo”. La resolución pone fin a un procedimiento iniciado por el IFE luego de que el virulento sacerdote llamara abiertamente a no votar por el PRD en las elecciones del 2010 por las posturas que ese partido ha sostenido en el DF en relación con la despenalización del aborto y de los matrimonios entre personas del mismo sexo. Insatisfecho con la resolución que lo condenaba, espetó el 4 de julio pasado: “Así que… una opinión crítica de un ciudadano a un partido político, por sus acciones inmorales, criminales y destructoras de la familia y sus valores (sic), es un atentado contra la vida democrática del país” (La Jornada, 4-07-11).
En el cada vez más enrarecido ambiente de cara al futuro proceso electoral federal, vale la pena reflexionar sobre la razón de fondo de las normas constitucionales y legales que prohíben a los ministros de culto pronunciarse respecto de la política electoral y concretamente respecto del artículo 353, párrafo 1, inciso a) del Cofipe, precepto violado por Valdemar Romero, al considerar infracciones a la ley electoral “la inducción a la abstención, a votar por un candidato o partido político, a no hacerlo por cualquiera de ellos, en los lugares destinados al culto, en locales de uso público o en los medios de comunicación”, cometidos por ministros de culto. La prohibición referida, basada en el inciso e) del artículo 130 constitucional: “Los ministros no podrán asociarse con fines políticos ni realizar proselitismo a favor o en contra de candidato, partido o asociación política alguna”, se sustenta en la inevitable posición de privilegio con la que un sacerdote —de la religión que sea— se coloca frente a sus fieles.
En otras ocasiones he insistido en que las religiones, por definición, se basan en verdades absolutas que nutren el dogma religioso y que no aceptan refutación alguna. Es algo inevitable, pues, de aceptar cuestionamientos a los principios basilares de una religión implica erosionar los fundamentos y eventualmente la subsistencia de la misma. Ahora bien, el papel de los sacerdotes, desde siempre, es el de fungir de guías espirituales de los fieles de una determinada religión. La evocación del “pastor de almas” con lo que la religión cristiana se refiere a sus sacerdotes, ilustra lo que quiero enfatizar: un ministro de culto pretende tener, y en los hechos tiene, una influencia sobre su “grey” y ésta se desprende de su particular posición como miembro de una iglesia, no por otras razones. En ese sentido, la prohibición que la Constitución establece y las normas secundarias regulan, tiene como fin específico evitar la injerencia de los ministros de culto, los poseedores de la verdad religiosa frente a sus fieles, en materia política.
El argumento favorito de las iglesias y los sacerdotes contra esa limitación es que son ciudadanos de segunda y que se violan sus libertades fundamentales. Al respecto hay que decir que ninguna democracia tolera el ejercicio ilimitado e indiscriminado de las libertades. Éstas en general, y la libertad de expresión, en particular, tienen limitaciones que le son propias (respeto a los derechos de terceros y el orden público) y limitaciones legítimas en su ejercicio, que están determinadas por el contexto en el cual dichas libertades son ejercidas. Así, en el ámbito político-electoral, que busca proteger la autonomía de los individuos frente a indebidas injerencias externas, esa libertad encuentra límites adicionales, como ocurre con los sacerdotes. Al fin y al cabo, si la jerarquía eclesiástica y sus integrantes tienen tanta necesidad de pronunciarse y hacer política, que cuelguen el hábito y renuncien al privilegio del púlpito, pero me temo que jugar parejo no es lo que se pretende. Investigador y profesor de la UNAM
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