Tita anhela que las autoridades ministeriales finalmente citen a los militares que estaban a cargo del cuartel de Atoyac para que expliquen qué fue lo que pasó con su padre, el activista que era escuchado por Lucio Cabañas y Genaro Vázquez.
Del pequeño ganadero que ordeñaba sus vacas y que mataba sus reses y cerdos para agasajar a sus amistades con frijoles y tortillas…
Del jinete que, silbador, cabalgaba sin armas a su montura preferida: El Poquinero…
Del compositor, cantante y guitarrista que tarareaba todo el día y componía frente a un fogón…
Del líder agrario que a los seis años aprendió a leer y a escribir en sólo tres meses y que nunca volvió a la escuela, porque su abuelo no lo dejó: era su deber de hombre guerrerense labrar la tierra…
Del hombre que sin estudios “se fue solito” y devoraba libros de historia y aprendía de leyes en su casa, donde hablaba y hablaba de la pobreza y la represión imperantes al final de los años 60 y al principio de los 70…
Del idealista que se compró una ruidosa máquina de escribir mecánica, en la que redactaba y redactaba textos para las luchas sociales…
Del activista que era escuchado, entre muchos visitantes, por dos aprendices de ideas, por dos jóvenes estudiantes: Lucio Cabañas y Genaro Vázquez, quienes al paso de los años se convertirían en míticos guerrilleros…
Acerca de ese hombre, del desaparecido 438 entre más de 638 contabilizados en Guerrero (400 de éstos oriundos de Atoyac, según la Asociación de Familiares de Detenidos y Desaparecidos y Víctimas de Violaciones a los Derechos Humanos en México, Afadem), platica con MILENIO Tita Radilla Martínez, su hija, quien con sus ojos grises chispeantes de orgullo discurre:
—Posiblemente de lo que hablaba mi padre algo aprendieron ellos, Lucio y Genaro. Mucho tiempo pasaron con nosotros antes de subir a la sierra. Sobre todo Genaro…
Aquí, en el antiguo cuartel donde fue visto por última vez aquel hombre (instalaciones que ahora son utilizadas por la alcaldía), la mujer llora y llora al evocar a su padre levantado en un retén militar el 25 de agosto de 1974, su padre desaparecido desde hace casi 37 años.
Y hace un perfil filial del hombre cuyo caso, llevado por ella misma y quienes la ayudaron a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, inspiró hace unos días a la Suprema Corte de Justicia de la Nación para limitar el fuero militar en México, cuando se trate de casos de violaciones a las garantías individuales de civiles cometidas por soldados.
Es un esbozo del hombre que se inventaba corridos, y que tiene uno dedicado a su memoria compuesto por su hijo (único varón entre once mujeres) Rosendo Radilla Martínez (http://anews.eu/es/videos/view/1312), quien, a los once años, presenció cuando su padre fue detenido por soldados en un retén ubicado muy cerca de Atoyac…
—Ándele mijo, no llore, tome este dinero y váyase pa la casa y avísele a la familia… —le permitieron los soldados al padre darle unos billetes a su vástago para que éste se fuera a Chilpancingo, donde residía su madre protegida y alejada del peligroso Atoyac…
Paradojas, ironías de la vida: aquí, a la entrada de unos terrenos de 13 hectáreas, no muy lejos de donde fue erigida una estatua de Lucio Cabañas sentado en una piedra con sombrero y fusil al hombro, donde hasta hace años había un cuartel militar, donde fue llevado prisionero y visto por última vez Rosendo (testimonios que constan en el expediente de la CIDH que usó la SCJN), ahora se ubica una oficinita dirigida por Tita para ayudar a familiares de detenidos y desaparecidos.
Y aquí, la hija del desaparecido, de 58 años, que tiene cinco hijos y 17 nietos, no puede contener las lágrimas cuando evoca que ella tenía 21 años y estaba embarazada de su segundo hijo el día que su padre —de 59 años a la sazón— fue levantado por soldados. Las lágrimas se le escurren cuando recuerda que de chica su padre siempre la despertaba cantándole (“trovaba todo el día”) para que ella, y no su madre, le preparara café antes de salir a las faenas del campo:
—Si no soy canoa para entrar a trabajar vacío… —alegaba Rosendo y se negaba a caminar hacia la milpa sin beber su estimulante líquido oscuro cosechado en esta zona cafetalera.
Tita recrea al hombre de bigotito y sonrisa en las fotos que, como punto de partida de la lucha popular, se preocupaba por la alimentación, la salud y la educación de los campesinos:
—A un pueblo alimentado, sano y sabio nadie lo hace tonto: se sabe defender… —repite Tita lo que le inculcó su padre. Y luego cuenta cómo, aunque se negaba a hacerlo, muy pronto tuvo que hablarles a sus hijos de la ausencia del abuelo:
—¿Y mi abuelo dónde está? —le preguntó una de sus pequeñas como a los seis años.
—No, no está… —respondía Tita.
—¿Se murió?
—No…
—¿Dónde está?
—Desapareció.
—No. Nooo… —se negó a comprender la niña, que se retiró del cuarto donde hablaban. La pequeña fue por una cubetita, le puso agua y jabón, sopló, hizo una pompa, una burbuja con un carrizo, esfera transparente que se elevó en el aire, la picó con un dedo, y ésta… desapareció. La madre, Tita, atónita, escuchó a su sabia hijita:
—No. Noooo…
No, la gente no desaparece, filosofaba la insólita niñita. Y Tita, su madre, le tuvo que decir… que en México sí. Que unos soldados habían desaparecido a su abuelo. Llora Tita:
—Es tan duro soportar este dolor… Cada año de 36 años va doliendo más no saber. Es demasiado duro…
Se enjuga las lágrimas y se suena con un pañuelo, y termina diciendo cuál es su deseo: anhela que las autoridades ministeriales finalmente citen a los militares que estaban a cargo del cuartel militar de Atoyac para que expliquen qué ocurrió con su padre.
Tres zonas ya han sido escaneadas por la PGR. En dos ya se han realizado excavaciones. Por ejemplo, junto a lo que fue el campo de tiro donde aún se aprecian cientos de impactos de bala. Falta un peculiar pozo que fue construido en una zona lejanísima a los barracones. Pero, no, aún no han hallado nada. Ni un rastro de Rosendo Radilla Pacheco, en cuyo caso la Corte se inspiró para restringir hace unos días el fuero militar…
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