Carlos Martínez García
La laicidad es buena para el Estado, y lo es mejor para las iglesias. Hoy que la tentación religiosa, es decir, hacer políticas públicas determinadas convicciones morales de alguna fe, ronda desde diferentes flancos con distintas intencionalidades, se hace necesario clarificar que el Estado laico es garante de libertades y derechos para toda la ciudadanía.
En México, la lid por la laicidad del Estado se fue acrecentando a partir de los años posteriores a la Independencia y alcanzó, legalmente, su objetivo con las Leyes de Reforma (1859-1860) de Juárez. Sin embargo, una cuestión fue la victoria jurídica y otra implementar y bajar a la cotidianidad social las nuevas disposiciones legales. Con todo, en nuestro país el predominio sociocultural de la Iglesia católica romana recibió un durísimo golpe, que puede aquilatarse mejor si tenemos en cuenta la querella contra el Estado laico que azuzan hoy los adversarios conservadores de la diversidad social y los derechos consustanciales a tal pluralidad.
Históricamente en la primera línea de combate contra la laicidad de las instituciones estatales se encuentra lo más recalcitrante de la cúpula clerical católica. Pero hoy, por ingenuidad o por cálculos políticos y electorales, tiene como compañeros de ruta liderazgos de otras confesiones. Nuevos aliados de camino son liderazgos de iglesias protestantes/evangélicas, que han perdido el conocimiento histórico de cómo fue posible la consolidación de las células no católicas existentes previamente a la garantía legal que posibilitó sunormalizaciónen México. Al desconocimiento histórico hay que sumar la confusión, el despiste, en que incurren cuando presionan para que se nieguen derechos ciudadanos que consideran ajenos a su marco ético/conductual. ¿Cómo fue que una minoría estigmatizada, cuya existencia y diseminación protegió el Estado laico, se transformó en adversaria de los derechos de otras minorías que tiene por anormales?
Si bien Vicente Fox en su fracasado gobierno tuvo acciones que vulneraron al Estado laico, éstas resultaron un tanto más anecdóticas que útiles para revertir el perfil de laicidad estatal que comenzó a construirse jurídicamente con las mencionadas leyes de Juárez. Ahora, en las campañas electorales todos los candidatos a la Presidencia de la República le han abierto las puertas a las confesiones religiosas, principalmente al catolicismo romano y al protestantismo/evangelicalismo en sus distintas vertientes. Como según los candidatos uno de los problemas de México es la pérdida de valores morales, creen que es necesario incorporar la reserva de principios éticos que tendrían las religiones y sus adeptos. En este contexto los liderazgos confesionales han estado dispuestos a ostentar que representan a las feligresías de uno y otro bando. Hacen cuentas alegres de su potencial ante los distintos candidatos, quienes les han comprado la idea de una representatividad que los ministros religiosos no tienen.
Ante los embates contra él, debemos preguntarnos qué está en juego cuando se afirma que el Estado laico ha disuelto moralmente al país, por lo que es necesario el regreso de lo confesional en el diseño y aplicación de políticas públicas. Definir las características del Estado laico y/o las de un régimen de laicidad es un ejercicio que ha derivado en múltiples intentos y aproximaciones teóricas. Considero que la definición de Roberto Blancarte clarifica el asunto. De acuerdo con él, “la laicidad […] es un tipo de régimen, que puede o no tener ese nombre, pero que esencialmente se ha construido para defender la libertad de conciencia, así como otras libertades que se derivan de ella (de creencias, de religión, de expresión, etcétera). Es una forma de organización político-social que busca establecer en la medida de lo posible la igualdad y la no discriminación. Se puede decir, de la misma manera, que es un instrumento jurídico-político que las sociedades han creado, particularmente las occidentales, para que la pluralidad pueda ser vivida de manera pacífica y armoniosa” (Para entender el Estado laico, Nostra Ediciones, México, 2008, p. 7).
La sociedad mexicana es hoy más plural y su proceso de diversificación en todos los órdenes señala hacia un horizonte de mayor amplitud. Entonces, frente a tal horizonte, es imprescindible fortalecer la laicidad del Estado, no debilitarla como, tal vez inadvertidamente, lo están haciendo los candidatos presidenciales, a gobernadores y quienes buscan una curul en el Congreso federal o en el de los estados. Instrumentalizar pragmáticamente lo religioso para legitimar una opción política habla más de privilegiar intereses personales que de identificación con las creencias de la ciudadanía.
Los ministros religiosos tienen el campo abierto en el terreno de la sociedad civil. Es aquí donde cotidianamente pueden ejercer, si en realidad la tienen, su autoridad moral. Cabe aclarar que tener poder no es lo mismo que tener autoridad. Podemos hacer esta distinción si tenemos en cuenta que, como afirma Fernando Savater, “autoridad viene del verbo latino auctor, que significa ‘lo que hace crecer, lo que ayuda a crecer’. Por tanto, se define como aquello que ayuda a crecer bien. Es precisamente lo contrario a la tiranía, porque el interés del tirano es mantener en una infancia perpetua a aquellos a los que quiere someter”. Hoy la tentación es que ministros religiosos de diversas confesiones han olvidado el origen etimológico de ministro, que procede del latín, y significa sirviente o el que sirve, y más bien son funcionarios religiosos en busca de beneficios políticos.
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