Esta semana leía una noticia
relacionada con los bebés nacidos por vientres de alquiler en Ucrania y
Georgia y que, al estar las fronteras cerradas, quienes les han
comprado, no pueden ir a buscarlos. Y en cómo están siendo “almacenados”
en hoteles e incluso en casas particulares sin ninguna garantía
sanitaria en los dos casos.
Cuando yo era pequeña, mi padre tenía unas cuantas vacas lecheras,
cuyos terneritos eran vendidos al cabo de un tiempo porque mantenerlos
no resultaba rentable.
Y esa es la imagen que ha venido a mi mente. Estos bebés sin derechos
e incluso sin inscripción en los registros civiles y, por tanto, sin
identidad propia, están siendo alimentadas y teóricamente cuidadas por
las empresas que se lucran con su venta. Pero en estos momentos de
cierre de fronteras no se pueden vender y, por tanto, puede ocurrir que
al no “existir” legalmente acaben desapareciendo.
Y por desaparecer me refiero a muchas maneras, porque los órganos
infantiles son un mercado negro igual de rentable que el de los vientres
de alquiler, y si los productos de los vientres no tienen la salida
esperada, siempre se pueden acabar reciclando en otros productos. O el
mercado de la pedofilia que también es un negocio ilícito y, a la vez
boyante.
La práctica de los vientres de alquiler es, en sí misma, aberrante
porque atenta contra la dignidad de las madres por ser explotadas
reproductivamente y contra quienes nacen por este sistema inhumano,
porque, como ya he dicho en algunas ocasiones, las priva de su
genealogía biológica y del vínculo emocional con su familia de origen.
Que los deseos de personas que no pueden tener hijos sea la excusa
para crear granjas de mujeres gestantes que pierden sus derechos y
después y como es el caso, de recién nacidos, me parece algo
absolutamente condenable desde el punto de vista humano y ético. Pero
que ese deseo se quiera convertir en derecho a nivel internacional, me
parece deleznable.
Los deseos son siempre eso, deseos y para nada han de convertirse en
derechos a costa del sufrimiento y la explotación de seres humanos. Y
eso está ocurriendo con los vientres de alquiler porque son explotación
reproductiva y con la prostitución que priva a las mujeres de su
capacidad para decidir.
En ambos casos los deseos de terceras personas se imponen a mujeres
en situación de vulnerabilidad económica ejerciendo, por tanto, una
explotación sobre la parte más débil: las mujeres.
Las y los bebés comprados y vendidos son mera mercancía, el resultado
de una transacción económica más. Como quien compra un producto al que
eso sí, deberá, al menos teóricamente, cuidar y alimentar.
Pero esa o ese bebé que ya ha sido maltratado nada más nacer, al
separarla de su madre biológica, en los casos de estas granjas de bebes,
son doblemente maltratadas puesto que su situación es totalmente
imprecisa en estos momentos y se desconoce el futuro que les espera. Y
eso, desde mi opinión, es inhumano. No ya por la falta de cuidados,
porque se supone que el “producto” ha de ser cuidado y exhibido para
poder ser vendido, sino por si “inexistencia” a nivel legal, lo que
genera incertidumbre y miedo.
Y no a esos bebés, me lo provoca a mí e imagino que mucha más gente que haya podido leer esta noticia.
Esperemos que las autoridades internacionales tomen cartas en el
asunto y prohíban estas prácticas comerciales a escala internacional que
suponen la explotación reproductiva de mujeres en situación de
vulnerabilidad económica y el comercio de la compraventa de niñas y
niños fruto de esta explotación y que, como vemos, ahora están
almacenadas en hoteles sin tener reconocida su identidad como personas
ciudadanas de pleno derecho.
Pero desde luego, lo que se ha de tener claro es que jamás los
derechos se pueden convertir en leyes. Porque entre otras cosas, el
mercado no lo puede comprar todo.
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