Gustavo Gordillo
En un artículo
reciente decía que el virus transporta no sólo el contagio, sino varias
tensiones. La primera es la sanitaria. El propósito es retrasar el salto
exponencial de contagiados para evitar que las capacidades sanitarias
sean rebasadas. Esta tensión depende de cómo nos comportemos como
personas.
La tensión económica. El efecto económico más explosivo que generó el
virus fue la disrupción de las cadenas productivas. A diferencia de la
crisis de 2008-2009, es una crisis en los sectores directamente
productivos. El punto clave ahora es cómo se defienden los empleos.
Cuando la población se encuentra en empleo formal, el dilema es cuánto
está dispuesto a gastar el gobierno para sostener a los desempleados por
la crisis y para sanear a las empresas más afectadas.
Informalidad. Cuando más de 60 por ciento de trabajadores están en la
informalidad, existe un problema distinto. Se trata de trabajadores por
cuenta propia, informales, sin remuneraciones –que laboran o no para
sus familias– y millones más que son subordinados, pero que no cuentan
con prestaciones. La informalidad está vinculada con la pobreza, dado
que al menos 25 por ciento de los trabajadores ocupados están en la
informalidad. En el primer 10 por ciento de la población está más de la
mitad en la informalidad.
La tensión social. Un ciudadano con sentido común reconoce las
tensiones sanitaria y económica, y añadiría una tercera: la social.
Entre seguir la vida en nuestra normalidad o aceptar las medidas que nos
llevan a una anormalidad forzada. Forzada, ¿por quién? No estamos en un
régimen autoritario, así que esa anormalidad en su mayor parte tiene
que ser consentida.
Convergente. Lo característico hoy es la convergencia de las
tensiones. Muchos por razones de sobrevivencia han tenido que asumir el
riesgo del contagio para evitar su colapso económico. Es necesario
dimensionar esta tragedia, porque el informe reciente del Coneval da
cuenta de casi 10 millones de personas que en el primer trienio de este
año han caído en la pobreza.
La sociedad. La sociedad mexicana ha estado fragmentada. El principio
unificador que representó la narrativa de la Revolución Mexicana,
eficientemente articulada con la escuela pública, se fue erosionando
paulatinamente y se derrumbó en los 80. Se buscaba sustituirla con la
narrativa de la modernización que terminó siendo exclusiva y excluyente.
¿Una sociedad organizada? Pero la fragmentación no significa ausencia
de organización. La sociedad mexicana se organiza, casi siempre, con
tres propósitos: para negociar derechos, demandas y/o prebendas; para
defenderse, y para suplir a un agente externo. En todos los casos ese
agente externo ha sido el Estado a través del gobierno federal, los
gobiernos estatales o municipales, u otro tipo de autoridades que
encarna a sus ojos la presencia del Estado. Las dinámicas de las
vertientes gremial y ciudadana han hecho de la sociedad un conjunto de
archipiélagos con dinámicas propias en general desarticuladas.
Ese Estado de todos tan mentado. El Estado actual está en la
encrucijada de tres tipos de conflictos existenciales. Los existentes
entre un sistema de partidos extremadamente dañado y coaliciones de
ciudadanos que a veces actúan como ciudadanos y a veces como sublevados.
El segundo tipo de conflicto es entre gobiernos representativos y
poderes fácticos. Este conflicto está imbricado en el espacio público
como resultado de una percepción de inseguridad y de la incapacidad
gubernamental para proveer seguridad.
El tercer tipo de conflicto se refiere a la profunda desigualdad entre oligarquías ejerciendo privilegios y
los nuevos plebeyos, que incluyen a trabajadores urbanos formales e informales, estudiantes universitarios y jóvenes desempleados.
En la nueva anormalidad conviene revisar el estado que guarda el Estado mexicano.
Twitter: gusto47
No hay comentarios.:
Publicar un comentario