6/28/2020

Desafío al Estado

Editorial La Jornada 


La madrugada de ayer, alrededor de 20 hombres emboscaron el convoy en que viajaba el secretario de Seguridad Ciudadana de la Ciudad de México, Omar García Harfuch. El funcionario recibió tres impactos de bala y varias heridas de esquirla, de los cuales se recuperó tras una cirugía realizada en un hospital del sur de la capital; sin embargo, dos de sus escoltas y una transeúnte fallecieron como resultado de la agresión. Horas después, se informó que al menos 12 personas fueron detenidas por su participación en el atentado que tuvo lugar en la colonia Lomas de Chapultepec, de la alcaldía Miguel Hidalgo.
Aunque la jefa de gobierno capitalina, Claudia Sheinbaum, pidió no especular acerca de la autoría del atentado y esperar los resultados de las investigaciones que realiza la Fiscalía General de Justicia, a través de su cuenta de Twitter, el propio García Harfuch atribuyó el ataque en su contra al cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG).
Además de resultar alarmante en sí mismo, el atentado contra García Harfuch da la puntilla a la construcción discursiva que buscaba presentar a la capital del país como una suerte de zona blindada, a prueba de la penetra­ción de los grupos del crimen organizado que desde hace más de una década controlan extensas porciones del territorio nacional. En efecto, mientras los ciudadanos de las entidades del norte del país se veían obligados a desarrollar sus vidas cotidianas en medio de manifestaciones extremas de violencia y de la inoperancia palpable de las autoridades, el entonces Distrito Federal –Ciudad de México a partir de 2016– gozaba de una aparente calma, pese a la persistencia de ilícitos del fuero común.
La evidente distancia entre el carácter acotado de la violencia delictiva que tenía lugar en la capital, y las exhibiciones de poder de fuego que el crimen organizado desplegaba en otras entidades, permitió a los gobernantes mantener la versión según la cual podía hablarse de bandas delictivas locales, pero ni cabía calificar a éstas como cárteles ni había indicios de que las grandes organizaciones delictivas nacionales operasen aquí. Este discurso de excepcionalidad se mantuvo imperturbable pese a los constantes y crecientes avisos de que, si tal inmunidad existió alguna vez, se había perdido.
Ayer, autoridades y ciudadanos capitalinos se vieron obligados a confrontar la realidad ante lo que fue un abierto desafío al Estado, pues no cabe otra interpretación frente al intento de asesinato de un personaje clave de las instituciones de seguridad, perpetrado además en un punto emblemático de la metrópoli.
Más allá de las conclusiones a las que llegue la Fiscalía, y de la imperativa aprehensión del conjunto de los autores materiales e intelectuales del atentado, estos sucesos deben llevar a las autoridades de los tres niveles de gobierno, así como a la sociedad –local y nacional–, a emprender una seria reflexión sobre la gangrena delictiva que se ha extendido por todo el país. La resignación o, peor, la normalización, de este tipo de hechos supondrían una derrota intolerable para el Estado y para todos los ciudadanos que apuestan por construir un futuro de justicia y equidad.

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