La muerte del joven Sicilia junto a otras seis personas en Cuernavaca es la secuela de un fenómeno de descomposición importante en el estado de Morelos, pero casos parecidos se observan en distintas partes del territorio nacional. Los medios de comunicación con frecuencia nos informan del asesinato de adolescentes en Ciudad Juárez, en Monterrey, en Tijuana, en Matamoros, etcétera.
Creo, sin embargo, que el legítimo dolor de un padre por la pérdida de su hijo no debe obnubilarnos como sociedad. Sicilia propuso en una entrevista que el gobierno pactara con los criminales para terminar con la violencia de los últimos años.
Ahí es donde resulta muy complicado seguir a Sicilia. No veo cómo o de qué forma podría el Estado mexicano pactar el final de la violencia. ¿Habría que sentar a los grandes capos a una mesa y firmar una especie de contrato o acuerdo de buena voluntad? ¿Quiénes participarían: El Chapo, El Mayo, El Lazca? ¿Sus representantes, sus jefes de sicarios? ¿El acuerdo comprendería a las bandas de secuestradores y a quienes cobran derecho de piso en muchas ciudades del norte del país?
No cabe duda que la administración del presidente Calderón merece ser cuestionada por la escalada de violencia de los últimos años y que siempre debemos tener la sabiduría de cambiar de ruta cuando la que seguimos no nos lleva hacia los resultados deseables, pero la idea de que el Estado pacte con los delincuentes me parece una claudicación inaceptable.
¿Cómo explicarles ese pacto a las víctimas de la delincuencia? ¿Qué sentirían quienes han visto secuestrados a sus hijos cuando vieran al secretario de Seguridad Pública en la mesa con el jefe de la banda o un peligroso gatillero? ¿Es la imagen que queremos proyectar sobre el futuro del país?
Ese posible pacto ¿qué renuncias supondría para el gobierno? ¿Deberíamos dejarles a los narcotraficantes carreteras para que circulen libremente? ¿Les entregamos la sierra de Durango? ¿Les damos Ciudad Juárez? ¿Les cedemos una parte de Tamaulipas? ¿Creamos una “reserva segura” en Michoacán?
Insisto: podemos discutir si la estrategia del gobierno federal y de los gobiernos locales es o no la adecuada. Debemos exigir mejores resultados de quienes están al frente de la lucha contra la delincuencia. Pero de ahí a proponer que el Estado mexicano abandone su responsabilidad de perseguir a los delincuentes me parece que hay un trecho que nunca y por ningún motivo debemos recorrer.
Si pactamos con los narcotraficantes luego reclamarán un acuerdo los secuestradores, y luego los contrabandistas, los defraudadores, los ladrones y hasta los violadores. ¿Con qué legitimidad podría el Estado decirle a un pequeño ladrón que se va a ir a la cárcel por haber asaltado un pequeño comercio, cuando deja de perseguir a quien ha matado o secuestrado a docenas de personas?
Es comprensible que luego de varios años con un crecimiento exponencial de la delincuencia, la población mexicana trate de buscar una salida fácil. El desánimo y la frustración son compartidos por millones de personas, en todo el territorio nacional. Son cientos de miles las víctimas de una política de combate al delito que parece haber sido diseñada con una negligencia difícil de superar.
Todo lo anterior es cierto y negarlo sólo sirve para permanecer en una situación inaceptable. Pero una rendición del Estado y un pacto con las grandes mafias criminales es muchísimo peor.
Lo que debe hacer el Estado es cortar el flujo de armas que entran ilegalmente al país y atacar con herramientas de inteligencia financiera el poder económico de los cárteles. Si disminuimos su capacidad armamentística y cortamos el flujo de dinero que reciben, habremos dado un gran paso para equilibrar la cancha. A partir de ahí el Estado de derecho podrá comenzar a imponerse.
La tarea más importante del Estado es la de proteger la vida y la integridad física de sus ciudadanos. Lo que debemos demandar es que cese la violencia de una vez por todas, pero no a costa de que ahora gobiernen los narcos. No se trata de salir del fuego para caer en el infierno. Se trata de tener una sociedad más segura, en la que los gobiernos de todos los niveles sean capaces de protegernos. Nada más, pero nada menos.
Investigador del IIJ-UNAM
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Editorial La Jornada
Con las movilizaciones de ayer concluyó una jornada sin precedente, en la que se confirmó el hartazgo social amplio y creciente que, más que contra la violencia y la criminalidad, está dirigido a la estrategia gubernamental con que la administración federal se ha empeñado en combatir esos fenómenos en los últimos cuatro años con resultados desastrosos. Es inevitable contrastar la inconformidad y la exasperación ciudadanas expresadas ayer en forma espontánea con la estrechez de miras y la carencia de horizontes gubernamental en su empeño por resolver la actual catástrofe de la seguridad pública mediante la continuación del despliegue policiaco-militar en curso: ayer por la mañana, en entrevista televisiva, el titular de la Secretaría de Seguridad Pública federal, Genaro García Luna, sostuvo que, de acuerdo con la experiencia internacional
, la violencia generada por los grupos criminales y por las acciones gubernamentales para combatirlos comenzará a disminuir en siete u ocho años
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Semejante afirmación es inadmisible, porque implica pedir a la población que se resigne a padecer, durante todo ese tiempo, un ciclo de muertes y destrucción que actualmente se expresa en episodios tan atroces como el hallazgo, ayer mismo, de al menos 60 cadáveres en una fosa clandestina en San Fernando, Tamaulipas –el mismo municipio donde se encontraron 72 cuerpos de migrantes centroamericanos hace unos meses–, pero también en una creciente pérdida del control territorial por parte del Estado, en un quebranto generalizado de la legalidad y el estado de derecho por todos los bandos involucrados en la actual guerra
, así como en un incremento en las presiones injerencistas del gobierno de Washington y en la claudicación a la soberanía por parte de las autoridades nacionales. La declaración de García Luna representa, de hecho, una abdicación del Estado mexicano a cumplir con su obligación irrenunciable de garantizar la paz social y la legalidad en el territorio.
Ciertamente, es tarea irrenunciable del Estado combatir a la delincuencia organizada. Pero, para ello, las autoridades deben valerse de los instrumentos legales a su disposición, y la guerra no puede ser uno de ellos, mucho menos cuando se plantea en forma tan ineficaz y contraproducente como ocurre actualmente en México. Ante el amplio reclamo ciudadano expresado ayer para que las autoridades rectifiquen y empiecen a adoptar acciones concretas para poner un alto al baño de sangre en curso, lo menos que puede esperarse es que el gobierno federal valore y atienda esas expresiones y revierta, cuanto antes, una estrategia que, como pudo verse ayer, constituye un factor de repudio nacional.
Por el contrario, si la actual administración se empecina en su fallida política de seguridad pública, además de empeorar la situación de peligro, terror y zozobra en la que viven grandes núcleos de población, se corre el riesgo de comprometer la soberanía nacional más de lo que ya lo ha hecho, de propiciar el empeoramiento de la desintegración institucional que ya se vive, de multiplicar el número de muertos y de llevar la irritación ciudadana a niveles extremos de repudio hacia las instancias gubernamentales.
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