Ya se sabe que la guerra calderonista contra el narco llega a 38 mil muertos de unos y otros —9 mil de ellos sin identificar— y que, como van las cosas, alcanzará los 50 mil al terminar su gobierno; tantos como los muertos estadounidenses en Vietnam. Una cifra terrible si se reconoce la obviedad de que se trata de pérdidas irreparables e irremplazables.
Hay, sin embargo, otras consecuencias que no tienen la etiqueta negra de mortales, pero que son igualmente estremecedoras. Y es que, también a causa de esta guerra irracional, miles de mexicanos han desaparecido de un momento a otro y muchos más han dejado sus casas y sus tierras huyendo de la violencia que los alcanza, mientras que batallones de uniformados han mudado de piel para pasarse a las filas de los criminales por miedo, hartazgo o conveniencia.
En el primer caso la vergüenza por los mal llamados “daños colaterales” por la guerra ha llegado al ámbito internacional. Hace apenas unos días un Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias pidió formalmente al gobierno de México el retiro del Ejército de todas las operaciones que tienen que ver con la seguridad pública.
Hay que puntualizar que estos expertos internacionales reconocieron la necesidad gubernamental de combatir al crimen organizado. Pero cuestionaron el método sobre todo porque la gran mayoría de las desapariciones forzadas en este país no son atribuibles al narco —que no suele usarlas—, sino a las propias Fuerzas Armadas, lo que es una aberración intolerable. Y todavía más grave porque no se trata de hechos aislados, sino de más de cinco mil casos que organizaciones civiles de derechos humanos han reportado a la propia ONU y a la CNDH. En pocas palabras, los soldados mexicanos han aprovechado su dominancia territorial para desaparecer no sólo a sospechosos de involucramiento con el narco, sino a defensores incómodos de derechos humanos. Y ahí están los testimonios desgarradores de quienes sobreviven a la incertidumbre de no saber qué ha sido de familiares y amigos desaparecidos por las Fuerzas Armadas, las que por cierto siguen abusando en la más absoluta impunidad, por el fuero militar que las exime de los tribunales civiles.
Otra dolorosísima consecuencia de esta guerra absurda es el desplazamiento de al menos 230 mil mexicanos de sus lugares de residencia, según un reporte del Centro de Monitoreo de Desplazamientos Internos con sede en Ginebra, Suiza.
Este gigantesco y creciente drama humano sólo es comparable al que se produce en zonas de guerra declarada y abierta. Baste el dato de que únicamente en el 2010 la cifra de desplazados en este país —más de 120 mil— fue mayor a la de Afganistán en ese mismo periodo. Por supuesto que el éxodo es más intenso desde los estados más violentos como Chihuahua o Tamaulipas, pero también se produce desde otras entidades como Durango, Nuevo León y Veracruz. Hay de todo: desde los tijuanenses ricos que han emigrado a San Diego o La Jolla, en California, hasta los trabajadores de la maquila que han huido de Juárez a sus lugares de origen miserable, pasando por los empresarios de Monterrey o Tampico que ahora viven en Brownsville o McAllen, en Texas; un caso patético es el de Ciudad Mier, en Tamaulipas, que fue abandonada en su totalidad por sus habitantes de todas las condiciones sociales a causa del terror provocado por Los Zetas.
Y hablando de éstos, hay que referirnos a las otras migraciones que no cesan. Las de los soldados, marinos y policías que transitan hacia las filas del crimen organizado, donde están seguros de ganar mucho más que el 100 por ciento de aumento que el actual gobierno federal les ha concedido en estos años. Desde aquella comparecencia ante diputados del general subsecretario Tomás Ángeles en 2008, cuando se reconoció por vez primera el problema hasta las estimaciones más recientes se habla de la deserción al menos de 35 mil soldados, oficiales y jefes nada más del Ejército Mexicano. Y lo más inquietante es que unos dos mil son comandos de élite entrenados no sólo en México sino en complejos tan sofisticados como el Centro Especial de Guerra John F. Kennedy en Florida o la Escuela de Rangers de Infantería de Fort Benning, Georgia. Por eso no es ahora exagerado que Washington diga que el del narco mexicano es uno de los 10 ejércitos más letales del mundo. Lo peor es que ahora vuelven sus armas hacia los propios mexicanos.
Así que la pregunta es: ¿qué necesita el presidente Calderón que ocurra para reconocer que esta guerra es absolutamente fallida, además de criminal?
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Periodista
no sólo de la guerra desatada por el gobierno de Calderón contra el crimen organizado, sino del pudrimiento del corazón que se ha apoderado de la mal llamada clase política y de la clase criminal, que ha roto sus códigos de honor.
La misiva de Sicilia, “Estamos hasta la madre… (Carta abierta a los políticos y a los criminales)”, en la revista Proceso de esta semana, está circulando ampliamente por las redes sociales levantando indignación contra la monstruosa ejecución de los jóvenes y solidaridad con el diagnóstico del escritor.
Javier Sicilia es un gran poeta, notable ensayista, editor, novelista creativo, crítico de quienes consideran ineluctables las fuerzas del industrialismo y el mercado. Católico comprometido se ha identificado con la corriente que cuestiona severamente a la jerarquía de la Iglesia católica. Continuamente ha señalado las deformaciones de la cúpula clerical, a la que ve muy alejada de las enseñanzas y prácticas de Jesús narradas en los evangelios. Esta postura la ha sostenido en dos revistas dirigidas por él: Ixtus y Conspiratio.
Como traductor del teólogo protestante Jaques Ellul (Anarquía y cristianismo, Editorial Jus, 2005), Javier Sicilia no nada más ha trasladado las ideas del personaje a nuestro idioma, sino que lo ha hecho porque se identifica plenamente con la propuesta del autor francés de desconstantinizar al cristianismo, es decir, de alejar a éste de los poderes y recobrar su fuerza subversiva y disidente de los afanes eclesiástico por contemporizar con los sistemas políticos negadores de la libertad.
El escrito producido por Sicilia a raíz del atroz asesinato de su hijo y sus amigos, cuestiona las condiciones sociales que favorecen a las fuerzas de la violencia y la muerte: “Estamos hasta la madre de ustedes, políticos –y cuando digo políticos no me refiero a ninguno en particular, sino a una buena parte de ustedes, incluyendo a quienes componen los partidos–, porque en sus luchas por el poder han desgarrado el tejido de la nación, porque en medio de esta guerra mal planteada, mal hecha, mal dirigida, de esta guerra que ha puesto al país en estado de emergencia, han sido incapaces –a causa de sus mezquindades, de sus pugnas, de su miserable grilla, de su lucha por el poder– de crear los consensos que la nación necesita para encontrar la unidad sin la cual este país no tendrá salida; estamos hasta la madre, porque la corrupción de las instituciones judiciales genera la complicidad con el crimen y la impunidad para cometerlo…”
Además de señalar la mezquindad de la clase política que privilegia la reproducción de sus intereses y prebendas al amparo de un sistema partidista excluyente de la sociedad civil, el poeta identifica a otro sector que hace víctima a la ciudadanía: “De ustedes, criminales, estamos hasta la madre, de su violencia, de su pérdida de honorabilidad, de su crueldad, de su sinsentido. Antiguamente ustedes tenían códigos de honor. No eran tan crueles en sus ajustes de cuentas y no tocaban ni a los ciudadanos ni a sus familias. Ahora ya no distinguen. Su violencia ya no puede ser nombrada porque ni siquiera, como el dolor y el sufrimiento que provocan, tiene un nombre y un sentido. Han perdido incluso la dignidad para matar. Se han vuelto cobardes como los miserables Sonderkommandos nazis que asesinaban sin ningún sentido de lo humano a niños, muchachos, muchachas, mujeres, hombres y ancianos, es decir, inocentes. Estamos hasta la madre porque su violencia se ha vuelto infrahumana, no animal –los animales no hacen lo que ustedes hacen–, sino subhumana, demoniaca, imbécil. Estamos hasta la madre porque en su afán de poder y de enriquecimiento humillan a nuestros hijos y los destrozan y producen miedo y espanto”.
La misiva de Sicilia argumenta, y compartimos sus razones, que no tenemos paz porque lo que reina es la injusticia, la impunidad, cobijada por buena parte de los poderes oficiales y fácticos. Una de las funciones básicas del Estado es salvaguardar a la ciudadanía de todo tipo de crímenes y delitos que se cometen contra ella, pero cuando deja de cumplir con esa tarea y, además, partes del aparato gubernamental se suman al crimen organizado para vulnerar sistemáticamente los derechos ciudadanos, entonces el panorama es más sombrío.
Desde el agudo dolor el autor de la novela El bautista, que trata sobre Juan el bautista, personaje del Nuevo Testamento decapitado por el delirante poder de Herodes (Mateo 14:1-12), convoca para hoy a la realización de marchas en todo el país para manifestarnos porque no queremos un muchacho más, un hijo nuestro, asesinado
. Hay que estar ahí, para defender la vida, para resistir el demencial río de muertos, para, como sostiene Sicilia, devolverle la dignidad a esta nación
.
Además opino que es urgente que la Comisión Nacional de los Derechos Humanos exija al gobierno medidas precautorias para proteger la integridad de Javier Sicilia. Porque los intereses denunciados por el escritor en su carta pudieran intentar acallarlo de manera violenta..
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