Laura M. López Murillo (especial para ARGENPRESS.info)
En algún lugar de la condición humana, entre el raciocinio y la emoción, eludiendo todas las mutaciones, perduran los genes del dominio; justamente ahí, donde las razones sobran y los sentimientos estorban, surgen los imperativos instintivos de la bestia que yace en el interior del hombre... El hito más reciente en la historia de la humanidad se registró el 11 de Septiembre del 2001. A partir de ese momento el aire respirable se impregnó de miedos exacerbados, de indignante repudio y miradas discriminatorias.
Se materializaron los peores presagios y en una cruzada de odio y venganza se confrontaron dos versiones del mundo. El atentado perpetrado al World Trade Center desencadenó un bombardeo incesante e implacable de mensajes mediáticos que introdujeron la sensación de vulnerabilidad y despertaron una enfermiza xenofobia en la mente de todos los habitantes de la porción “civilizada” del mundo. Desde entonces, año tras año, se conmemora ese brutal ataque para mantener viva a la incertidumbre y resucitar al temor.
Hoy por hoy, la secuela destructiva de aquel atentado aún no concluye. La cruzada posmoderna emprendida por las huestes de la ambición en nombre de la libertad y la democracia ha producido un ejército de mutilados y paranoicos, las diferencias se han agudizado y el planeta se divide ahora en dos hemisferios dogmáticos: el hemisferio del mercado y el hemisferio del fanatismo. La porción terrestre donde residen los últimos especímenes de la esperanza es cada vez más reducida, es por eso que el Dalai Lama es un templo itinerante, la encarnación de la ética que camina por el mundo con el alma envuelta en el ombligo.
En el umbral de la sociedad del conocimiento, el raciocinio es una habilidad en peligro de extinción, y es por eso que cada día es más dolorosa la ausencia de José Saramago, el profeta del pesimismo que inquietaba las conciencias cuando pregonaba los estragos del lucro y del odio en la explanada del absurdo. En aquel septiembre del 2001, Saramago deslindó de culpas a todos los dioses cuando identificó al “Factor Dios, ese que es terriblemente igual en todos los seres humanos donde quiera que estén y sea cual sea la religión que profesen, ese que ha intoxicado el pensamiento y abierto las puertas a las intolerancias más sórdidas, ese que no respeta sino aquello en lo que manda creer, el que después de presumir de haber hecho de la bestia un hombre acabó por hacer del hombre una bestia.”
En su visita a México, el Dalai Lama logró mantener encendida la esperanza con la luz de una ética laica basada en la conciencia del bien común, muy diferente a la moral religiosa fundamentada en el castigo divino, porque “los problemas siempre serán algo natural, pero su solución no vendrá de los gobiernos, sino de cada uno de los integrantes de la sociedad que actúen con ética y responsabilidad, independientemente de cuál sea su religión.”
En este mundo devastado por la ética del lucro la esperanza es apenas un pálida sombra que yace olvidada en el fondo del ánfora de Pandora, pero aún existe la remota posibilidad de rescindir los genes del dominio para erradicar el vacío existencial donde las razones sobran y los sentimientos estorban, y en un salto evolutivo, domesticar a la bestia que yace en el interior del hombre… Laura M. López Murillo es Licenciada en Contaduría por la UNAM. Con Maestría en Estudios Humanísticos, Especializada en Literatura en el Itesm.
En algún lugar de la condición humana, entre el raciocinio y la emoción, eludiendo todas las mutaciones, perduran los genes del dominio; justamente ahí, donde las razones sobran y los sentimientos estorban, surgen los imperativos instintivos de la bestia que yace en el interior del hombre... El hito más reciente en la historia de la humanidad se registró el 11 de Septiembre del 2001. A partir de ese momento el aire respirable se impregnó de miedos exacerbados, de indignante repudio y miradas discriminatorias.
Se materializaron los peores presagios y en una cruzada de odio y venganza se confrontaron dos versiones del mundo. El atentado perpetrado al World Trade Center desencadenó un bombardeo incesante e implacable de mensajes mediáticos que introdujeron la sensación de vulnerabilidad y despertaron una enfermiza xenofobia en la mente de todos los habitantes de la porción “civilizada” del mundo. Desde entonces, año tras año, se conmemora ese brutal ataque para mantener viva a la incertidumbre y resucitar al temor.
Hoy por hoy, la secuela destructiva de aquel atentado aún no concluye. La cruzada posmoderna emprendida por las huestes de la ambición en nombre de la libertad y la democracia ha producido un ejército de mutilados y paranoicos, las diferencias se han agudizado y el planeta se divide ahora en dos hemisferios dogmáticos: el hemisferio del mercado y el hemisferio del fanatismo. La porción terrestre donde residen los últimos especímenes de la esperanza es cada vez más reducida, es por eso que el Dalai Lama es un templo itinerante, la encarnación de la ética que camina por el mundo con el alma envuelta en el ombligo.
En el umbral de la sociedad del conocimiento, el raciocinio es una habilidad en peligro de extinción, y es por eso que cada día es más dolorosa la ausencia de José Saramago, el profeta del pesimismo que inquietaba las conciencias cuando pregonaba los estragos del lucro y del odio en la explanada del absurdo. En aquel septiembre del 2001, Saramago deslindó de culpas a todos los dioses cuando identificó al “Factor Dios, ese que es terriblemente igual en todos los seres humanos donde quiera que estén y sea cual sea la religión que profesen, ese que ha intoxicado el pensamiento y abierto las puertas a las intolerancias más sórdidas, ese que no respeta sino aquello en lo que manda creer, el que después de presumir de haber hecho de la bestia un hombre acabó por hacer del hombre una bestia.”
En su visita a México, el Dalai Lama logró mantener encendida la esperanza con la luz de una ética laica basada en la conciencia del bien común, muy diferente a la moral religiosa fundamentada en el castigo divino, porque “los problemas siempre serán algo natural, pero su solución no vendrá de los gobiernos, sino de cada uno de los integrantes de la sociedad que actúen con ética y responsabilidad, independientemente de cuál sea su religión.”
En este mundo devastado por la ética del lucro la esperanza es apenas un pálida sombra que yace olvidada en el fondo del ánfora de Pandora, pero aún existe la remota posibilidad de rescindir los genes del dominio para erradicar el vacío existencial donde las razones sobran y los sentimientos estorban, y en un salto evolutivo, domesticar a la bestia que yace en el interior del hombre… Laura M. López Murillo es Licenciada en Contaduría por la UNAM. Con Maestría en Estudios Humanísticos, Especializada en Literatura en el Itesm.
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