El dato indica, más allá de toda duda razonable, que la entrega de armamento de alto calibre por autoridades estadunidenses a los grupos criminales que operan en México no es un hecho aislado ni producto de un error garrafal
–como afirmó el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, la semana pasada, al referirse a Rápido y furioso–, sino parte de un patrón de conducta: a la luz de los elementos de juicio disponibles, hoy es posible saber que mientras el gobierno de George Bush negociaba y firmaba con el de Calderón la Iniciativa Mérida –acuerdo de asistencia bilateral por el cual Washington se comprometió a orientar, asesorar y equipar a las autoridades mexicanas–, desde una oficina pública de Washington se alimentaba la capacidad de fuego de las organizaciones delictivas al sur del río Bravo.
No cabe llamarse a sorpresa, pues, por la acciones realizadas por el gobierno de Estados Unidos en favor de los distintos bandos involucrados en la guerra contra la delincuencia
que emprendió el gobierno federal. Si algo ha caracterizado la proyección internacional de ese país en materia de combate a las drogas y seguridad es, justamente, la inmoralidad y el doble discurso de sus autoridades: un botón de muestra reciente es la declaración formulada por el presunto narcotraficante Vicente Zambada Niebla ante una corte de Illinois, de que oficiales de la DEA, el FBI y la Oficina de Inmigración y Control de Aduanas dieron su consentimiento para que realizara actividades ilícitas entre enero de 2004 y marzo de 2009. Se podrá poner en duda la veracidad de las palabras de un presunto narcotraficante, pero resulta más difícil hacerlo con los documentos oficiales que dan cuenta de Rápido y furioso y de Receptor abierto, dos operativos que demuestran la connivencia de autoridades estadunidenses con la delincuencia mexicana. Es difícil de explicar estas acciones del poder público del país vecino –el suministro de armas a facciones a las que un gobierno aliado ha declarado su principal enemigo– si no es en el contexto de un propósito desestabilizador.
Es, asimismo, difícil de comprender el empeño del gobierno mexicano en mantener un pacto de colaboración en materia de combate a la delincuencia y seguridad con un socio tan poco confiable como Washington. Si la administración calderonista estuvo enterada de Receptor abierto, sería sumamente grave que hubiera decidido suscribir, en esas condiciones, el citado acuerdo de asistencia bilateral con Estados Unidos; pero si el gobierno mexicano no estaba al tanto de la operación, ello sería indicativo de una inexcusable falta de conocimiento de los desafíos a la seguridad pública y nacional del país, conocimiento que –tendría que estar de más recordarlo– es condición necesaria para la formulación de cualquier estrategia con mínimas perspectivas de éxito en esos rubros.
Como quiera, resulta inevitable identificar en la ambigüedad de Washington uno de los factores que explican el fracaso de la estrategia de seguridad vigente, la cual se ha saldado, hasta ahora, con unas 50 mil víctimas mortales, ha provocado la destrucción del tejido social y de la economía en amplias franjas del territorio, ha acentuado el desgaste de las instituciones encargadas de salvaguardar la seguridad e integridad territorial y de procurar justicia y, por si fuera poco, ha llevado a una claudicación inadmisible en materia de soberanía nacional ante el país vecino.
En suma, lo menos que cabría esperar de las autoridades ante la revelación de esos operativos es suspender de forma inmediata la Iniciativa Mérida en tanto ésta es revisada y en tanto el gobierno de Estados Unidos no ofrezca una explicación verosímil de su doble juego y una definición inequívoca de su condición en el conflicto armado que desangra a nuestro país. Porque ante el descubrimiento de Receptor abierto, no queda claro si es aliado o enemigo.
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