La primera secuencia sienta el tono de la película. Dos mujeres jóvenes se ven envueltas en una torpe enseñanza de cómo practicar el beso francés. Sin embargo, la discípula se muestra más repugnada que curiosa (la lengua de su amiga la siente como una babosa
). Acto seguido, las chicas inician un duelo de escupitajos y trompetillas. Ambas acaban en el suelo, imitando a fieras enfrentadas.
Resulta que la asqueada alumna es Marina (Ariane Labed), joven de 23 años al parecer aislada hasta entonces de toda sexualidad. Al mismo tiempo, la mujer enfrenta la inminente muerte de su único familiar, su padre Spyros (Vangelis Mourikis), desahuciado de cáncer. La vida según Attenberg podría describirse como el proceso de maduración de la protagonista, en su primer contacto con ese dúo dinámico, Eros y Tanatos. Pero Tsangari no es una cineasta que nos describa ese trillado paso en la vida de manera convencional.
La película se divide en viñetas casi inconexas de las diversas actividades de Marina que la llevarán a despertar su vida adulta. Al parecer, su principal aprendizaje vital han sido los documentales naturistas de sir David Attenborough (mal pronunciado Attenberg por Bella) y, por ello, su acercamiento a los misterios del sexo y la muerte están filtrados por una curiosidad científica. Las conversaciones con su padre en torno al sexo insinúan una cercanía prácticamente incestuosa (al fin y al cabo, fueron los griegos quienes mitificaron esas tendencias). Más tarde, ella sentirá la necesidad de describir vocalmente sus acciones durante su primer coito con un hombre (el también cineasta Yorgos Lanthimos, cuyo Dogtooth sólo se ha visto aquí en televisión por cable).
Tsangari estudió el arte del performance en Nueva York, y de ahí surge quizás su interés por observar al cuerpo humano desde diferentes perspectivas (uno de los carteles de la película reproduce una de sus tomas más extrañas, que hace ver los omóplatos de Marina como raras protuberancias). Así también, la directora rompe su narrativa con interludios en los que las dos amigas caminan en sincronizados –y a veces grotescos– pasos de baile. Otros momentos más artificiales –padre e hija imitando movimientos simiescos– parecen más bien ejercicios de una clase de actuación.
Pero todo parece valer en una apuesta por extraer al espectador de su condicionamiento naturalista. No hay música en la banda sonora, salvo algunas canciones incidentales (sobre todo del dúo proto-punk Suicide). Gran parte de las escenas se llevan a cabo en el antiséptico ambiente de un hospital, bajo el zumbido de las lámparas de neón, o en el anonimato de un cuarto de hotel. Y no es ésta la costa griega que se publicita en las promociones turísticas. El paisaje dominante es gris, industrial y desolado.
No obstante esos recursos distanciadores, La vida según Attenberg alcanza un registro emocional cuando Marina le canta a su padre en el lecho de agonía, y post mortem hace esfuerzos por cumplir su última voluntad. Sorprendente, estilizada y caprichosa, la película no se parece en nada al producto que uno encuentra normalmente en la cartelera. Y eso, en sí, es su propia recompensa.
La vida según Attenberg
(Attenberg)
D y G: Athina Rachel Tsangari/ F. en C: Thimios Bakatis/ M: Canciones varias/ Ed: Sandrine Cheyrol, Matt Johnson/ Con: Ariane Labed, Vangelis Mourikis, Evangelina Randou, Yorgos Lanthimos/ P: Haos Films, Greek Film Centre, Faliro House Productions, Boo Productions, Stefi Productions. Grecia, 2010.
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