Detrás de la noticia
Ricardo Rocha
El país está en vilo.
Y congelado como en una de esas películas recientes en que la acción se detiene y uno pudiera pasearse entre todos los personajes que de pronto se quedaron petrificados y en las actitudes más inverosímiles; pero, eso sí, reflejando cada cual su verdadera naturaleza e intenciones.
Algo parecido a la muy cercana “Inception”, con DiCaprio, en donde de pronto los sueños se confunden con la realidad e insólitamente las ciudades se levantan en el horizonte cercano hasta quedar arriba de todos nosotros.
El mundo al revés.
México de cabeza.
Creo que no pocos tenemos esa impresión de un vértigo motivado por meses de movimiento perpetuo, de un frenesí reformador incansable que, parece de pronto exhausto.
Un Juego de Tronos, pero sin Khaleesi.
Y ahora, un estado de shock coincidente con estos días interminables y aletargados de la semana santa.
Tal vez un natural y convincente alto en el camino para reflexionar todos hacia dónde vamos.
Y en esta escala obligada dilucidar si ha valido la pena esta carrera para alcanzar la tierra prometida de los grandes cambios y transformar de una vez por todas a un país anclado en dos décadas oscuras y sumido en la mediocridad más absoluta.
O si, por el contrario, nos hemos empantanado en un gatopardismo ilusorio en el que todo está cambiando para que todo siga igual.
Renunciar al deslumbrante Gran Teatro del Mundo para quedarnos en la penumbra del polvoriento tablado de la farsa que describía Don Jacinto Benavente.
Uno de esos escenarios circulares en donde el actor camina incesantemente pero no llega a ninguna parte.
Esa impresión causan las grandes promesas que se han venido empequeñeciendo al paso del tiempo: una Reforma Hacendaria que se quedó en el maquillaje, cuando en el fondo está el verdadero rostro de la pobreza, porque no hubo el atrevimiento de derribar el tótem de un modelo económico atado al pasado; una Reforma Educativa que apenas sirvió para ajustar cuentas políticas, pero que no representa la revolución que en la materia han hecho los países que gracias a ella sí cambiaron su destino; una Reforma Energética todavía indefinida y que busca quedar bien con todos en lugar de plantear un modelo sólido e inexpugnable; una Reforma Política para cambiar un logotipo, crecer el número de Consejeros Electorales y centralizar a los árbitros; y, ahora en discusión, una Reforma en Telecomunicaciones en la que, con una miopía que aterra, se debate únicamente el reparto del pastel y se olvida que lo que realmente está en juego son dos elementos sustanciales para el país: la cultura y la libertad.
Porque eso ni más ni menos es la aportación que debiéramos exigir a los medios de comunicación: la transmisión de conocimiento, valores, civilidad y normas de convivencia constructivas en el ejercicio pleno de nuestras libertades; donde los receptores de los mensajes sean la preocupación fundamental y no, como ha sido hasta ahora, la obtención de ganancias a cualquier costo.
En este escenario depresivo se acaba de producir una muestra del subdesarrollo generalizado que todavía nos oprime: 36 personas mueren espantosamente calcinadas en una carretera infame porque un carguero, al que algún corrupto le dio licencia, ocupaba el carril de circulación y tenía las luces apagadas.
Yo no creo que haya sido un accidente.
Estoy seguro que se trata de un crimen del pecado original, por una infraestructura paupérrima que todavía nos ubica en el tercer mundo.
Cómo es posible pensar en grandes cambios cuando no tenemos lo esencial para garantizar el acto primario de ir de un lado a otro.
Ya sé que es iluso: pero ojalá que quienes tienen en sus manos el destino del país meditaran en estos días de guardar en la necesidad de cambios de verdad y en la urgencia de la expiación de nuestro pecado original: una pobreza que asesina.
Periodista
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