Carlos Bonfil
En el documental Hitchcock/Truffaut (Kent Jones, 2015), el director de De entre los muertos (Vertigo, 1958), sentencia que
la lógica es aburrida. En el caso de muchas películas suyas, la aseveración cobra todo su sentido, sobre todo por la maestría narrativa de que hace siempre gala el realizador británico. Sería aburrido, en efecto, pedir mucha lógica a películas tan delirantes como Holy motors: vidas extrañas (2012), del francés Léos Carax, y su buena recepción tanto crítica como popular demuestra que el entretenimiento y el absurdo pueden ir perfectamente de la mano. Resulta difícil aseverar lo mismo frente a Cosmos, la película más reciente del veterano polaco Andrzej Zulawski (Posesión, 1981; La fidelidad, 2000), donde el esfuerzo por adaptar la novela satírica homónima de Witold Gombrowicz, escrita en 1967, queda por debajo o al lado (como se prefiera) del incomparable bisturí crítico con que el novelista y dramaturgo supo exponer los excesos y ridículos del nacionalismo polaco y, por extensión, el de toda una Europa de la posguerra.
El problema no radica sólo en la dirección del propio Zulawski, quien
en los créditos finales muestra hasta qué punto su narración ha sido un
juego de simulaciones. Lo que Cosmos, la película, revela en
realidad es la enorme dificultad que supone trasladar a la pantalla una
exuberancia verbal tan vigorosa y sugerente en la página escrita, que
desafortunadamente pierde gran parte de su fuerza expresiva en un
azaroso tránsito al cine, dominado por la estridencia y, en no pocas
ocasiones, por el mero capricho. El drama cómico de un absurdo, ligado a
las experimentaciones formales de la vanguardia europea, con un empleo
magistral del lenguaje y sus mil transfiguraciones (a Gombrowicz se le
comparó con James Joyce y con Laurence Sterne), se vuelve en la cinta de
Zulawski un repertorio de ocurrencias laboriosamente satíricas, las más
de las veces simplemente autoparódicas.
Los extravagantes personajes
centrales, el vampírico estudiante Witold y su pedestre colega Fuchs,
atrapados en una casa de huéspedes donde reinan el despropósito verbal y
el caos, y la agobiante sonoridad en grandes decibeles de Sabine Azéma y
Jean-François Belmer, funciona de manera muy desigual, dejando a muchos
espectadores frente al penoso dilema de haber asistido a una obra
maestra testamentaria o a una póstuma y perversa tomadura de pelo. Algo
positivo queda, sin embargo, en todo esto: la inquietud de otra parte
del público por buscar viejas ediciones de la obra de Gombrowicz (Ferdydurke, Transatlántico, Los hechizados, Cosmos), y apreciar ahí todo el rigor de una auténtica innovación artística. Cineteca Nacional. Sala 3, a las 12 y 17:30 horas.
Twitter: @CarlosBonfil1
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