12/04/2016

Mar de Historias: Feíto



Cristina Pacheco
La Jornada 

Rodolfo acaba de publicar su primera novela. El gusto de ver realizado su anhelo de tantos años desapareció el día en que Jenny, encargada de eventos especiales en la editorial, le informó que debía presentar su libro en el ciclo de conferencias Tinta fresca. Desde entonces ha estado preocupadísimo: no sabe qué dirá en la media hora que le asignaron. Treinta minutos le parecen una eternidad en un auditorio que imagina vacío.
Sus temores nacen de la inseguridad. Rodolfo debe creer en el valor de su trabajo y asumir las consecuencias, sean buenas o malas. Lo enfado. Me reprocha que no lo comprenda. Se equivoca. Entiendo sus miedos, pero tiene que vencerlos y darle a su libro la oportunidad de que alguien lo lea. ¿No lo escribió para eso?
II
Cada vez que suena el teléfono sé que es Rodolfo. Llama para preguntarme otra vez en qué tono debe escribir su presentación o para leerme las citas literarias que piensa mezclar con su texto para darle un toque más profesional. No lo conseguirá y, además, el público no quiere saber cuánto ha leído, sino quién es él, cómo nació el impulso de escribir su novela, qué método siguió.
Sonó el teléfono. Lo dicho: era Rodolfo. La voz le temblaba y sé que mientras hablábamos iba de un lado a otro con el cigarro en la mano. Me disgusta que haya vuelto a fumar, pero no se lo reprocho. Comprendo que en este momento necesita un desahogo , un apoyo, aunque sea tan frágil y evanescente como el humo.
Lo mismo que en sus llamadas anteriores, lo escuché auto denigrarse y decirse arrepentido de haber publicado su novela. ¿Quién la leerá cuando a diario aparecen decenas de libros buenísimos? Para colmo el suyo, dice, ni siquiera tiene un epígrafe en francés o en alemán.
La perspectiva de la presentación tiene a Rodolfo aterrorizado. Está pensando en llamar a sus editores para decirles que pescó, no sabe cómo ni en dónde, una infección en el oído y no está en condiciones de presentarse ante el público. Otra razón para no hacer acto de presencia, según él, es que no tiene nada más que decir porque ya todo lo dijo en su libro. Ahora le parece que es malísimo desde el título: Solo de soledades.
Como he leído la novela, lo encuentro muy acertado. De todas formas le pregunté a Rodolfo si alguna vez pensó en otro nombre. “Sí: Desde debajo de la cama.” Me pareció cacofónico, raro y largo, pero me concreté a preguntar por qué lo habría preferido. Tiene que ver con los motivos que llevan a una persona a convertirse en escritor. ¿Te refieres a ti? Su silencio fue una respuesta inspiradora. Podrías contar eso en la presentación de tu novela. No me gusta hablar, me pongo muy nervioso. Entonces escríbelo como si estuvieras platicándoselo a un amigo.

Su respiración se normalizó y hasta creí que sonreía cuando me dijo: Si logro hacerlo, ¿puedo leértelo por teléfono? Mejor mándamelo en un correo. Así lo veré con más detenimiento. Prometió que lo haría esta misma noche.
No le creí. Varias veces me ha llamado para leerme su texto de presentación y nunca pasó de los agradecimientos a los editores, la familia, el maestro que fue su primer lector, los amigos que le brindaron su apoyo (entre los que se encuentra mi hermano Ezequiel). Luego, antes de abordar el tema principal, lo borró todo y colgó.

IV
A las 10 de la noche revisé mi correo y ¡nada de Rodolfo! Iba a llamarle para decirle que allá él si no quería darle un empujoncito a su libro, pero se me adelantó. ¿No es muy tarde? No. ¿Qué pasó con el texto? Ya tengo un borrador. ¿Seguro? Si quieres te lo leo, pero te advierto que no oirás nada grandioso ni heroico, sino más bien común. Le falta mucho, tengo que desarrollarlo y luego corregirlo. Deja las explicaciones. Te escucho.
“Fui el último y el único inesperado de los l1 hijos que tuvieron mis padres. No abrigo queja alguna contra ellos. No creo que haya habido crueldad o desamor en el hecho de que me llamaran Feíto ni en que, por motivos de su excesivo trabajo, no me concedieran la atención que brindaron a mis hermanos. Mucho mayores que yo, pocas veces me incluían en sus juegos. Así que aprendí a divertirme solo: primero inventando amigos invisibles con los que hablaba y luego metiéndome debajo de la cama.
“Ese lugar era mi refugio. Como nadie lo sabía, todos conversaban con absoluta libertad acerca de sus experiencias más íntimas. Muchas me producían una terrible inquietud. Para liberarme de esa carga se las contaba a mis amigos invisibles, pero alterando los hechos reales y los nombres, poniéndole a un cuerpo las facciones de otro. En cierta forma volví a practicar ese juego en mi novela. No existiría si yo no hubiera sido el último de once hijos, un niño solitario y poco agraciado al que todos llamaban Feíto.
Sé que Rodolfo esperaba mi comentario, pero sólo le dije: Ya hablamos mucho. Ponte a escribir, y colgué. Quiero que llegue el viernes. Sé que Rodolfo tendrá éxito contando algo de su vida. ¿De dónde más podrían surgir las novelas?

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