CIUDAD
DE MÉXICO (Proceso).- Entre mentiras, propaganda y presiones políticas
que han dejado el cínico chantaje del año pasado por parte de las
Fuerzas Armadas, los militares mexicanos transitan en la parte final del
sexenio con más influencia y poder en sus manos como nunca los habían
tenido en la historia del país. El aplazamiento en la aprobación de la
Ley de Seguridad Interior, establecido el pasado 16 de febrero, sólo es
un revés temporal al fortalecimiento de su agenda política. Su
protagonismo nos muestra el tamaño de sus ambiciones y de su capacidad
de doblegar y engañar a la clase política del país.
El renovado
activismo del dueto militar –los secretarios de la Defensa Nacional y de
Marina– apunta a la presión por tener una ley a modo que proteja las
acciones que realiza la milicia de modo irregular y al margen de la
Constitución desde el inicio del gobierno peñanietista.
Y aun
cuando se dicen “desgastados” y que ya no desean seguir en las calles,
en realidad con la iniciativa en ciernes coronarían su presencia con
atribuciones de investigación, persecución de delitos, de control social
o espionaje sobre la población y de represión (Proceso 2091).
La
idea militar con el apoyo del PRI y el PAN es una versión corregida y
muy aumentada de la fallida iniciativa calderonista de la Ley de
Seguridad Nacional. Más aún, el trazo de los componentes de la nueva
propuesta se basa en el Programa de Seguridad Nacional 2014-2018 y no en
los planes sectoriales de Defensa y Marina.
La conclusión es
simple: los militares están en las calles, espían, investigan y reprimen
al margen de la ley y sólo bajo el débil paraguas que les da la
jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia de los años noventa, la
Ley de Seguridad Nacional y las atribuciones presidenciales. Todo ello
rebasado por la realidad y las ambiciones del sector defensa.
Bajo
un esquema dual de participación castrense realizado al amparo de un
programa administrativo, la iniciativa da protección a los militares por
la simple declaración de que sus acciones no son de seguridad pública,
sino de “seguridad interior”. Con este truco legal, las Fuerzas Armadas
“cumplen” con las recomendaciones de la ONU en el sentido de que se
retiren de las acciones de policía.
Por un lado, y una vez que sea
manifiesta, a juicio de la Defensa o Marina, la incapacidad de las
autoridades civiles federales, el presidente puede decretar el
despliegue militar justificando “amenazas a la seguridad interior”. Por
otro, con un juego confuso de palabras, bajo el artificioso concepto de
“acciones de orden interno” (como parte de la noción amplia de seguridad
interior que viene de la legislación militar de 1926: “orden
interior”), los militares están facultados para permanecer, sin decreto
presidencial de por medio, en las calles y en los patios de nuestra vida
civil, ejerciendo “la inteligencia y prevención para la seguridad
interior”, apropiándose de bases de datos personales en poder del INE o
del Instituto Federal de Telecomunicaciones, además de las del ISSSTE o
el IMSS, por ejemplo.
Realidad vs. propaganda militar
El
debate público de la iniciativa de los diputados se enrareció con la
presentación de otras propuestas, por parte del PAN y el PRD, también de
seguridad interior. A esto se sumó otro conjunto de propuestas sobre
seguridad nacional y de reformas constitucionales que bien puede decirse
son oportunistas e inducidas por el sector duro de la defensa. Una de
ellas fue la burda respuesta al señalamiento de inconstitucionalidad de
la iniciativa PRI-PAN (que la “seguridad interior” no figura en la lista
de facultades expresas del Congreso para legislar), cuando se presenta
el 25 de enero la de un senador independiente para allanarle el camino
constitucional.
Debe reconocerse que los militares son también
responsables de nuestra crisis de seguridad por dos razones
fundamentales: 1) por integrarse desde hace más de dos décadas en las
estructuras de mando policial y en las definiciones de políticas de
seguridad pública, y 2) por provocar violencia y mayor número de
víctimas en lugar de tener un efecto de contención o de
“restablecimiento del orden público”.
El liderazgo castrense se
inculpa sin querer en su campaña al descalificar a los civiles por su
fracaso en la implementación de un modelo policial eficiente. Desde hace
más de cinco lustros, los militares se han incorporado en las policías
tanto a nivel operativo como de dirección estratégica e implementadores
de políticas de seguridad pública en los tres niveles de gobierno.
No
menos importante es lo expuesto desde hace tiempo, por ciertos
analistas y expertos, en cuanto a la inutilidad del recurso militar
cuando, se ha demostrado, no fue necesariamente el último recurso ante
una situación crítica de inseguridad. Su despliegue y actuación en las
calles, al menos desde 2006, no siempre fue la respuesta ante oleadas de
violencia real, sino ante incidentes de alto impacto que fueron
utilizados como pretexto, político y mediático, para sacar a soldados y
marinos a las calles.
Lejos de disminuir la violencia regional o
local, lo anterior ha disparado los índices de homicidios y de
inseguridad. Atacar el fuego con fuego ha incendiado al país con
violencias de diferentes naturalezas, incluyendo la militar.
Inobservancia de derechos humanos: ¿Falla o desprecio?
Los
secretarios de la Defensa y de Marina, en su inopinada campaña de
cabildeo político, confiesan algo en lo que la opinión pública no ha
reparado. En los últimos 10 años en particular, los militares no sólo se
han desgastado, sino que tampoco sirven para tareas de seguridad
pública porque no están preparados para ello. No es su función proteger a
los ciudadanos y sus bienes, menos si la amenaza son probables
delincuentes.
El citado aspecto es importante porque está ligado a
la observancia inequívoca de los derechos humanos y del debido proceso
que, aun desde la óptica de la guerra, son nociones fundamentales.
Las
declaraciones castrenses, así como la elaboración de un manual sobre
uso de la fuerza “conjunta” (Ejército y Marina), ponen en relieve que
los miles de cursos y talleres sobre derechos humanos de los que tanto
se presume en los discursos e informes de labores, por el patrocinio de
la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, la Cruz Roja Internacional
y del Instituto Interamericano de Derechos Humanos, simplemente no
sirven.
Los recientes hechos en Nayarit, donde se usó un
helicóptero de la Marina para disparar artillería sobre una zona urbana,
independientemente de la demostración de fuerza dirigida al gobierno
estadunidense (de que sí pueden con los bad hombres, Trump dixit),
confirma también la inutilidad o la observancia discrecional del
protocolo del uso de la fuerza autoimpuesto.
El análisis
cuantitativo del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE),
del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y del Instituto
Belisario Domínguez (IBD) del Senado de la República (Temas Estratégicos
No. 39, “Seguridad Interior: elementos para el debate”, enero de 2017)
documenta el fracaso militar de las estrategias de seguridad de los
últimos tres lustros.
Tanto la UNAM como el CIDE han establecido,
por el alto índice de letalidad resultante de los operativos castrenses,
que prácticamente no hay detenidos, ni heridos… sino sólo muertos. Del
mismo modo, tanto el CIDE y el IBD demuestran, aunque con diferencias de
matiz, que las acciones militares han provocado mayor violencia.
Que
los militares tiren a matar y no tengan prisioneros (detenidos), más
que una consigna es parte de su entrenamiento y resultado de un proceso
histórico de su accionar represivo en México. Así ha sido contra los
militares rebeldes entre los años treinta y cincuenta, contra la
guerrilla rural o urbana entre los sesenta y ochenta o contra el
narcotráfico y el crimen organizado en décadas recientes.
La
doctrina formativa de los derechos humanos en los militares no está
dirigida a interiorizarlos con su función. Los planteamientos explícitos
y reglamentarios en las Fuerzas Armadas son retóricos y sólo han
servido para el faccioso ajuste de cuentas entre los mandos superiores
contra oficiales de menor rango y tropa para cuando se necesite dar la
imagen de su voluntad de respeto y autoridad en la materia.
¿Guerreros (in)sumisos?
En
la arena nacional, se muestra un empoderado y soberbio secretario de la
Defensa que, a contrapelo de la Constitución y del derecho
internacional, ha ejercido presión sobre autoridades civiles judiciales y
de organismos multilaterales para no rendir cuentas y evadir las
acusaciones graves de violación a los derechos humanos cometida por
militares, como en el caso de Tlatlaya, Estado de México.
Lo mismo
mostró con su negativa, escudándose en razones nacionalistas, incluso
amagando con su renuncia, de esclarecer el papel activo u omiso de los
militares en la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, en
Guerrero. El mismo talante se observa en el titular de la Secretaría de
Marina al tratar de explicar el “fuego disuasivo” de Nayarit en el
operativo del pasado viernes 10.
Sin embargo, el tándem militar
deja aparte su nacionalismo discursivo y su tesón político frente a su
contraparte de los Estados Unidos, ignorando los desplantes ofensivos y
amagos del presidente Trump en la imposición de la colaboración
bilateral en materia de seguridad. Sin mediación civil, ya sea por parte
de las secretarías de Gobernación o de Relaciones Exteriores, y 10 días
después de la orden ejecutiva sobre seguridad fronteriza de Trump, los
militares mexicanos entablaron conversación con el secretario de Defensa
John Mattis, cuya versión oficial la califica de mera cortesía.
El
trasfondo es otro. Dicha conversación, así como la inspección que
hicieran oficiales del Comando Norte y el asesor especial del Consejo de
Seguridad Nacional de Estados Unidos a Chiapas con personal de la
Armada mexicana, detonaron la presión contra el Congreso para sacar
adelante la Ley de Seguridad Interior.
Eso no es casual porque,
además de extender un cheque en blanco a su actuación en el terreno, les
permitiría satisfacer la agenda de seguridad norteamericana para hacer
el trabajo sucio de contención migratoria en su patio trasero, a cambio
de hacerse de la vista gorda ante eventuales y crecientes denuncias
internacionales de violaciones de derechos humanos, como las que se
expresaron desde el Capitolio en 2015.
La Marina se ha hecho cargo
de este operativo fronterizo desde el inicio del sexenio con el apoyo
de la autoridad migratoria, cuyo titular proviene de las estructuras de
inteligencia del gobierno federal.
Hay signos de identidad entre
los militares de ambos países: comparten su desconfianza, o hasta su
desprecio, por el liderazgo civil; se sienten utilizados y consideran
abusivo que los políticos se aprovechen del prestigio castrense
(Warriors and Citizens es el libro que publicó a finales del año pasado
Mattis, en cuyo anuncio de designación por Trump no omitió su orgulloso
apodo de Perro Rabioso).
Por ahora, la moneda está en el aire en
cuanto a las iniciativas de Ley de Seguridad Interior gracias a la
oposición de la sociedad civil y a un tardío y tímido pronunciamiento de
la CNDH en favor de aplazar –no de rechazar– su aprobación.
Entre
tanto, los militares continuarán en las calles de un país atrapado por
la violencia criminal y por las amenazas de Trump de vigilar, sin
proteger, a una sociedad golpeada por la crisis económica y por la
torpeza política de sus gobernantes. Con la Ley de Seguridad Interior o
sin ella, ya lo dijo el general secretario desde finales del año pasado,
las Fuerzas Armadas seguirán haciendo lo mismo.
Este análisis se publicó en la edición 2103 de la revista Proceso del 19 de febrero de 2017.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario