La Jornada
Todo marchaba conforme
a lo programado hasta que Estela Hernández, hija de Jacinta Francisco
Marcial, tomó el micrófono y dijo su palabra. Desde el principio fue al
grano. Dijo que era lamentable y vergonzoso que hubieran pasado 11 años
para que la Procuraduría General de la República reconociera, obligada
por un juez, que el proceso contra su madre, igual que contra Alberta
Alcántara y Teresa Hernández, las tres mujeres hñahñus acusadas de
secuestrar a seis policías federales en agosto de 2006, fue un error. El
murmulló del auditorio Jaime Torres Bodet, en el Museo Nacional de
Antropología, cedió su lugar a un silencio más solemne que el acto
mismo. El acto preparado para que el Estado mexicano reconociera la
inocencia de las tres mujeres procesadas injustamente y les ofreciera
una disculpa pública se transformó en un espacio para la denuncia de la
represión estatal, la falta de justicia, la inseguridad, la
discriminación y el racismo.
Es probable que Teresa no mirara el efecto que sus palabras causaban
entre los presentes, sobre todo la incomodidad en que colocó al
procurador de la República, ubicado en el centro del escenario. Narró
cómo su madre fue detenida, sentenciada y liberada gracias al apoyo del
Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez.
Es un simple ejemplo de las muchas arbitrariedades ilegales que cometen las autoridades que tienen título, nombramiento, reconocimiento oficial en este nuestro país que es México, dijo, y agregó:
Hoy se sabe que en la cárcel no necesariamente están los delincuentes, están los pobres que no tienen dinero, los indefensos de conocimiento, los que los poderosos someten a su voluntad. Enseguida se preguntó.
¿Cuántos inocentes están hoy en la cárcel por un delito no cometido o que no existe?, ¿cuántos secuestradores, delincuentes autorizados con título y nombrados por la ley andan sueltos, cobrando de nuestros impuestos, encarcelando, persiguiendo o acosando con un delito fabricado?
Después se refirió al motivo del acto. Dijo que la disculpa pública y
el reconocimiento de inocencia que ese día ofrecía la PGR a su madre y
las otros dos mujeres hñahñus no era suficiente para reparar el daño que
la falsa acusación y el proceso simulado les habían causado; aclaró que
no buscaban el dinero de la reparación del daño porque su riqueza no se
basa en él;
nuestra existencia hoy tiene que ver nuestra solidaridad con los 43 estudiantes normalistas que nos faltan, con los miles de muertos, desaparecidos y perseguidos, con nuestros presos políticos, con mis compañeros maestros caídos, con mis compañeros cazados por defender lo que por derecho nos corresponde. Pido por ellos, porque por buscar mejores condiciones de vida y trabajo es el trato que recibimos. Y se siguió por ese rumbo.
A las víctimas actuales, a mis hermanos luchadores sociales, a los maestros que estamos en pie de lucha, a los caídos, los desaparecidos, encarcelados, exiliados, perseguidos, aterrorizados que defienden, luchan a favor de los derechos humanos, quiero decirles que después de vivir este terrorismo de Estado, asumimos el dolor y vencimos el miedo para que la victoria fuera nuestra.
Mientras la escuchaba, pensaba que el acto se parecía en mucho
a los juicios públicos que las comunidades indígenas realizan a los que
violan sus normas de convivencia, que cuando ya tienen las pruebas los
exhiben ante los afectados. Estela Hernández, convertida en la voz de
los agraviados de México, señaló a las instituciones responsables. A la
Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas y la
Comisión Nacional de los Derechos Humanos, que estuvieron calladas
a pesar de saber del caso y de decirnos que no se podía hacer nada porque era un delito muy grave, les exigió que se pongan a trabajar de verdad, que no sólo den recomendaciones cuando ya otras instituciones no gubernamentales las han realizado. Al procurador general de la República le dijo que no estaban contentas ni felices por el acto de disculpa, pidió que cese a la represión contra los pueblos indígenas, la persecución de luchadores sociales y exigió la liberación de los presos políticos,
quienes su único delito es aspirar a mejores condiciones de trabajo, vida, patria digna y justa.
Y cerró con una frase contundente: “Este caso nos cambió la forma de
ver la vida. Hoy sabemos que no es necesario cometer un delito para ser
desaparecido, perseguido o estar en la cárcel. Por los que seguimos en
pie de lucha por la justicia, la libertad, la democracia y la soberanía
de México, para nuestra patria, por la vida, para la humanidad, quedamos
de ustedes, por siempre y para siempre, […] hasta que la dignidad se
haga costumbre”. Sus palabras fueron rubricadas por el aplauso de los
presentes, quienes de pie suscribieron el mensaje. Al final del acto,
todos abandonamos el recinto pensando que la disculpa y el
reconocimiento
gubernamental
de que se habían violado los derechos de tres mujeres indígenas eran
importantes, pero su mayor relevancia estaría en que se trabajara por
que no vuelva a suceder, por que no exista más razón para que vuelva a
repetirse.
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